Por Rekha Chandiramani
Periodista
La imagen de Aaron Bushnell ardiendo frente a la Embajada de Israel en Washington, el 25 de febrero de 2024, no es solo el acto desesperado de un militar estadounidense: es el síntoma de una generación que se niega a ser cómplice. Con su inmolación, este miembro de la Fuerza Aérea denunció lo que ya no pudo soportar: servir a una máquina de guerra que, bajo la bandera de la «libertad», financia y perpetra el genocidio en Gaza. Su muerte no fue un suicidio, sino un sacrificio político, una antorcha encendida contra la hipocresía de un sistema que predica democracia mientras bombardea niños.
Bushnell eligió el fuego antes que seguir siendo pieza del engranaje del complejo militar-industrial, ese monstruo que devora vidas y escupe medallas, traumas y veteranos abandonados. Su historia es el rostro visible de un malestar que recorre Estados Unidos. Los reclutas ya no creen en las promesas patrióticas de “llevar libertad y democracia” bombardeando a países empobrecidos pero con mucho petróleo. En 2023, las Fuerzas Armadas fracasaron en su meta de reclutamiento por 41,000 efectivos. La razón, según el propio el Departamento de Defensa, es casi cínica: «una economía fuerte da más opciones a los jóvenes». En otras palabras, cuando hay alternativas dignas, nadie quiere morir por contratistas de Lockheed Martin.
La tercerización de la guerra: de soldados a mercenarios
Ante el rechazo creciente de los jóvenes estadounidenses a sumarse a las filas de la fuerza armada, el gobierno pasado de Biden no dudó en subcontratar la violencia. Los mercenarios —asesinos con logo corporativo— son ahora la fuerza invisible detrás de los cinco mayores contratistas del Pentágono. Sus nombres suenan a película de ciencia ficción pero sus misiles son muy reales en Gaza o Yemen. Y ya no necesitan reclutar campesinos de Ohio cuando hay colombianos o panameños dispuestos a morir por un salario.
Este es el verdadero «libre mercado» que defiende Washington: un negocio donde la vida es commodity y la moral, un obstáculo contable. Como escribió John Perkins, se trata de una «economía de la muerte» que mueve miles de millones, pero cuyas víctimas son siempre las mismas: los pobres del Sur y los jóvenes estadounidenses usados como carne de cañón.
La llegada de Trump con un discurso aparentemente anti-bélico no cambia el juego. El presidente de Estados Unidos no decide realmente: son los poderes ocultos —los lobbies de armas, los contratistas de defensa— quienes dictan el rumbo. Ese war ethos, ese culto a la guerra que alimenta la economía de la muerte, no desaparecerá de la noche a la mañana. Sin un modelo alternativo que reemplace los billones generados por las bombas, todo cambio será cosmético. Los aranceles de Trump son apenas un espasmo nostálgico, un intento fallido de revivir la era fordista de fábricas y obreros, ya devorada por las ganancias obscenas —y el financiamiento político— que provee el complejo militar-industrial.
Su retórica MAGA es solo un parche para un cáncer sistémico: Estados Unidos no sabe vivir sin guerra. Por eso, aunque hable de «paz», no es capaz de retirar el financiamiento a Ucrania o a Israel, o envía a su secretario de Defensa a Panamá para que haga pechadas en la cinta costera y grite a los oficiales en la base de Colón que recuperará el “war ethos”, justo ese espíritu guerrerista que ahora ya ni vence ni convence; solo mata a muchos para enriquecer a unos pocos.
Y en ese plan de re-espiritualización, ahora los “entrenamientos conjuntos” no solo apuntarán a policías panameños sino a niños y jóvenes también, entrenados recientemente a través del Ministerio de Gobierno en lo que llamaron “Elige tu vida boot camp: niños corriendo por el lodo imitando inocentemente a los muñequitos de Call of duty. La estrategia es clara: si los jóvenes en EE.UU. no quieren enlistarse y morir, que lo hagan los pobres de América Latina.

Dirección Nacional para la Prevención de la Delincuencia Juvenil (DIPRED) llevó a cabo, del 24 al 27 de abril, la tercera edición del “Elige tu Vida Boot Camp”, en las instalaciones del INADEH del Bongo, en el distrito de Montijo, provincia de Veragua Entrenamiento. (Fuente: Ministerio de Gobierno).
No hay que leer nada entre líneas entonces: una economía sin alternativas para los muchachos los empuja de seguro a las filas de la guerra –llámense como se llamen, sean de donde sean- para engrosar la maquinaria de esa economía de la muerte que garantiza billones a sus gestores. Para el resto, migajas y medallas, enfermedades y ataúdes con banderas.
Panamá es un presa fácil de esta dependencia. Tras la invasión de 1989, EE.UU. aseguró su hegemonía militar en el país, y ahora, con un memorándum opaco, revive su presencia. No es casualidad que, antes de firmarlo, se jactaran de los 230 millones en «asistencia de seguridad» entregados en cinco años. La Fuerza Pública panameña, inflada hasta el doble del promedio mundial (600 policías por cada 100,000 habitantes), es el perfecto ejército subsidiario: una casta privilegiada que se jubila con el 100% de su salario, mientras el país colapsa en desigualdad.
El fuego que no se apaga
Aaron Bushnell no se inmoló solo por Gaza. Lo hizo porque entendió que el sueño americano es, en realidad, una pesadilla financiada con sangre ajena. Su protesta no fue en vano: encendió un debate sobre hasta qué punto los jóvenes –de aquí y de allá- están dispuestos a ser instrumentos del imperio.
Mientras Trump juega al proteccionismo y externaliza la guerra, la verdad sigue intacta: el war ethos no desaparecerá hasta que la economía deje de depender de los misiles, ya sea de venderlos o de lanzarlos. Pero en un sistema en el que los humanos son solo carne de cañón, mercancía a ser sacrificada, ¿quién se atreve a apagar el incendio?