Por Mario Castro Ruiz
Panamá no se encamina hacia un estallido social: está viviendo uno. Lo que hoy vivimos no es una sorpresa, es la consecuencia inevitable de haber entregado el poder a un hombre que nunca debió salir de la sombra, mucho menos de una celda. Lo anunciamos. Lo gritamos. Pero los oídos estaban comprados, y los micrófonos alquilados. Hoy la historia se repite como tragedia… y esta vez arde.
Mulino no llegó al poder, se coló en él. Entró por la puerta de atrás, empujado por la mano sucia de otro delincuente político que, incapaz de volver, encontró en su viejo guardaespaldas el recipiente perfecto para perpetuar el saqueo. No hizo campaña. Nunca dio la cara. Se escondió detrás del eco de un caudillo decadente y parasitó los votos de una población harta, confundida, y traicionada.
34% de votos no es una victoria, es un error histórico.
Y con esa cifra manchada de ilegitimidad, se proclamó emperador. Tirano por accidente, represor por vocación.
Quien creyó que su paso por la cárcel le habría enseñado algo de humildad, hoy observa cómo aquel reo con expediente turbio se disfraza de estadista y desata su furia contra el pueblo. La represión en Bocas del Toro, los indígenas masacrados, las protestas silenciadas a golpes, fueron apenas una muestra de lo que es capaz cuando tiene el garrote en la mano. Hoy criminaliza a los sindicatos, tilda de “vagabundos” a los maestros y llama “fascinerosos” a los médicos que reclaman condiciones dignas. Gobierna con odio y legisla con rencor.
Mientras las universidades son asfixiadas, mientras los gremios son demonizados, mientras los periodistas son callados, Mulino y su corte de aduladores construye una democracia de cartón: un circo en el que él es el león, los suyos los domadores, y el pueblo… el payaso apaleado.
Su narcisismo es grotesco. Su maquiavelismo, repugnante. Su psicopatía política, peligrosa.
Rodeado de ministros incendiarios y cortesanos serviles, utiliza la amenaza como política pública y la fuerza como argumento. Habla de auditorías como quien agita una espada oxidada, pero no toca a sus amigos. Les regala embajadas. Les cuida la espalda. Premia la traición y castiga la dignidad.
Ahora, en nombre de un supuesto orden, impone su voluntad sobre leyes, pueblos, tierras y conciencias.
Ley de la CSS, minería, acuerdos secretos con potencias extranjeras, todo sin consulta, todo a la fuerza. Porque para él, gobernar es imponer o aplastar.
Pero, que no se equivoque. No hay pueblo que resista eternamente al látigo, ni tirano que escape del juicio de la historia. El que hoy se cree eterno, mañana llorará ante los barrotes de El Renacer. Hará el show de la enfermedad, del perseguido político y del mártir fabricado.
El pueblo no olvida. El pueblo cobra. Y cuando cobra, lo hace con sangre y con memoria.
Prohibido olvidar.
Prohibido perdonar.
Prohibido callar.
Cuando el lobo se viste de oveja, sólo la ira del rebaño puede preservar la libertad. Cuando el poder se vuelve tiranía, la desobediencia es justicia. Lo dijo Omar.