De la crisis del trabajo al camino que viene

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El desempleo en Latinoamérica ha crecido en forma vertiginosa. (Foto: EFE/Jorge Núñez).

Por Nils Castro

Al discutir la pandemia de Covid-19 y sus consecuencias, que tan rápidamente han agravado la crisis económica que ya estaba en ciernes, es común referirse a la situación de “la clase trabajadora”, que hace años venía sufriendo el incremento de la cesantía, el subempleo, el trabajo precario y el “autoempleo”. La creciente privatización de las economías y concentración del gran capital incrementan la desigualdad, el deterioro de los servicios públicos, la vulnerabilidad de esa clase y el número de los que, de antemano, difícilmente podían satisfacer sus necesidades básicas.

Desde la pandemia, quienes no tienen más medio de vida que la posibilidad de trabajar han arribado a una situación extrema. Según la OIT, el 81% de la fuerza de trabajo mundial es quien ahora más padece el cierre total o parcial de las actividades económicas. Se perdieron 305 millones de empleos formales en el segundo trimestre de este año, y de los 2.000 millones que subsisten en la economía informal, al menos 1.600 millones pueden quedar sin nada, tras una reducción del 60% de sus ingresos en el primer mes de la pandemia.[1]

Con el auge del neoliberalismo, muchas empresas abandonaron la producción de bienes para optar por el lucro en los negocios financieros. Además, desde la tercera y cuarta revoluciones tecnológicas, el gran capital acomete reestructuraciones que sus empresas más potentes promueven, para ahorrar costos, reponer su tasa de ganancias y acumular excedentes. Se modifican así las condiciones del mercado, a lo que los demás actores ‒económicos y políticos‒ han tenido que readecuarse. Esto incluye al mercado laboral, dado que estos cambios redefinen los tipos y reducen la cantidad de los trabajadores que las compañías emplean, dejando fuera a los otros.

Entre los afectados por ello están las organizaciones sindicales, que con eso no solo pierden afiliados, sino peso social y político. Y aunque las causas de malestar y protesta sociales crecen, en América Latina las grandes confederaciones sindicales ‒que salvo contadas excepciones y momentos‒ ya no representan ni encabezan a las mayorías populares. Las grandes movilizaciones de protesta en los meses previos a la pandemia, en Bolivia, Colombia, Chile, Ecuador, Haití, Honduras, Puerto Rico y hasta en Estados Unidos, hoy expresan a multitudes autoconvocadas, social y culturalmente plurales, sin organización estable ni duradera. Representan a la variopinta muchedumbre que los latinoamericanos llamamos “la gente”, la cual ya está cabreada.

Pasados esquematismos ideológicos implantaron nociones que seguido no se adecúan ‒verbal ni conceptualmente‒ a nuestras realidades. En la práctica, la que llamamos clase obrera, o clase trabajadora, en nuestra América envuelve diversas configuraciones. En las áreas urbanas ese sector se fragmenta entre el empleo precario, los trabajadores por cuenta propia, los subcontratistas, los trabajos tercerizados, y la creciente suma de los trabajadores excluidos o cesantes, además de quienes conservan empleos formales, más proclives a formas sindicatos, cuando la ley no se los prohíbe.

Aparte de la creciente cifra de parados, en el conglomerado laboral conviven trabajadores independientes, empleados del comercio y administrativos, pequeñas empresas, talleres artesanales, micronegocios sostenidos por el dueño y su familia, comerciantes callejeros y empleadas domésticas. Como además trabajadores de la enseñanza pública y privada, así como los profesionales y técnicos independientes, dotados de conocimientos y hasta de medios de trabajo especializados –con frecuencia hostigados por interminables deudas e incertidumbres‒, de donde surgen no pocos dirigentes políticos. Además, están quienes tienen el privilegio de servir a empresas de tecnología avanzada [2]. Hay que investigar y proponer modos adicionales de organización.

A la par, con referencia al país rural llamamos campesinos a cuantos viven en el campo, pero que en la vida concreta son precaristas o minifundistas, trabajadores sin tierra, trabajadores estacionarios, pequeños y medianos productores, latifundistas que explotan peones o empresas nacionales y compañías transnacionales que explotan a obreros agrícolas.

Esa polifacética realidad del trabajo debe comprenderse dentro de la naturaleza plural, ‒más frecuentemente estudiada‒ de la heterogénea vida étnico‑cultural, socioeconómica y pluri‑regional de nuestros países. Vida hace siglos sometida a un complejo régimen de discriminaciones y exclusiones, relativas al nivel de ingresos, la región de origen o residencia, los rasgos raciales, sexo, edad y creencias de las personas, que les abren o cierran su acceso a estatus, empleos y oportunidades.

Ahora los efectos de la pandemia y la cuarentena expanden la crisis general ‒económica, social, política y ética‒ iniciada antes del Covid que, al incidir en el enjambre de reclamos de las diversas fracciones sociales, agita a un tropel de luchas dispersas. Aunque, a su vez, los intereses plutocráticos obtienen y consolidan ventajas. La crisis, al avanzar, polariza: los grandes consorcios acopian y concentran capitales, mientras los actores menos fuertes quiebran, la masa trabajadora empobrece y las capas medias ven cercarse el abismo.

Cuando esta pandemia termine muchos patrimonios se habrán perdido y no pocas pequeñas y medianas empresas habrán cerrado para siempre. Pero, aunque los grupos más castigados son mayoritarios, tienen menor presencia real ante los órganos del poder político. Esta desventaja agrava su subordinación a las entidades y la cultura dominantes. Tanto más cuando la crisis igualmente se manifiesta en la corrupción de las relaciones entre el gobierno y los negocios privados. Como también en la pérdida de representatividad y eficacia del sistema político y de los partidos ‒incluso muchos de izquierda trancados en pretéritas formas de organización y comunicación‒. Y asimismo en el descrédito de los Parlamentos y el extravío de su legitimidad. Todo lo cual impone una cerrazón del sistema, que ya no asume las nuevas situaciones, necesidades y demandas de la población mayoritaria.

Al estudiar los grandes movimientos nacional‑populares latinoamericanos de los años 30 y 40 del siglo pasado –como el getulismo, el peronismo y el cardenismo‒, Ernesto Laclau concluyó que, ante la cerrazón política de su tiempo, esos movimientos habían generado las motivaciones, el discurso y el liderazgo necesarios para equiparar y reunir la pluralidad de intereses, reclamos y expectativas de múltiples colectividades descontentas. Un proyecto capaz de asumir sus indignaciones y demandas ‒de distintos orígenes, carácter y localización‒ de la clase media, del barrio y del asentamiento rural, de los pequeños comerciantes, junto a las de los trabajadores y los carentes de empleo.

A la visión política y la corriente histórica de juntar esa alianza de reivindicaciones insatisfechas, y conjugarlas para formar un sujeto colectivo opuesto al poder establecido, Laclau la denominó populismo. Este daba cuerpo a una contracultura, como antes la llamó Antonio Gramsci, capaz de confrontar al sistema de poder y al sentido común dominantes, y erigirse como su adversario en la confrontación entre “nosotros” el pueblo y “ellos” la oligarquía, así como en el enfrentamiento liberador de la nación frente al imperialismo. Esa comprensión gramsciana del populismo es, a su modo ‒como corriente transgeneracional‒, un precedente del progresismo de inicios del siglo XXI (aunque probablemente ni Hugo Chávez, Lula ni Evo Morales hayan sido lectores de Laclau).

En los tiempos que hoy se precipitan, esa alianza de reclamos y reivindicaciones incluye otros factores: mayor complejidad y apremio sociales, menor protagonismo de las organizaciones sindicales, creciente presión del proletariado informal, y alta capacidad de “la gente” para comunicarse entre sí y autoconvocarse, incluso sin ser parte de organizaciones constituidas. Así como otras formas de organización, centradas no solo donde los obreros trabajan, sino en las comunidades donde el pobretariado y su prole cohabitan con sus semejantes.

Vale anotar que estas son los espacios socio‑territoriales donde el general Omar Torrijos llamaba a constituir sus núcleos de militancia, donde combinar la discusión de los temas nacionales con la atención a los problemas locales.

Al cabo, ¿quién es la materia de esa alianza plural de reclamos a quien se moviliza como nuevo sujeto político para trasformar la realidad, su propia realidad? Es “el pueblo”, ¿pero este quién es? No hay mejor respuesta ‒por su demostrado alcance como convocatoria masiva y su eficacia como proyecto para luchar juntos‒ que la del Fidel Castro en La historia me absolverá, publicada en 1953, unos 30 años antes de las primeras obras de Laclau.

Esa proclama, más allá de ser su alegato ante el tribunal tras el revés del asalto al cuartel Moncada, miraba al próximo futuro y fue su llamado al pueblo cubano a rebelarse. Allí dice:

“Entendemos por pueblo, cuando hablamos de lucha, la gran masa irredenta, a la que todos ofrecen y a la que todos engañan y traicionan, la que anhela una patria mejor y más digna y más justa; la que está movida por ansias ancestrales de justicia por haber padecido la injusticia y la burla generación tras generación, la que ansía grandes y sabias transformaciones en todos los órdenes y está dispuesta a dar para lograrlo, cuando crea en algo o en alguien, sobre todo cuando crea suficientemente en sí misma, hasta la última gota de sangre”.[3]

Enseguida de lo cual Fidel describe ese complejo sujeto y lo convoca a protagonizar las siguientes etapas del acontecer nacional:

“Nosotros llamamos pueblo, si de lucha se trata, a los seiscientos mil cubanos que están sin trabajo deseando ganarse el pan honradamente […]; a los quinientos mil obreros del campo que habitan en los bohíos miserables, que trabajan cuatro meses al año y pasan hambre el resto compartiendo con sus hijos la miseria, que no tienen una pulgada de tierra para sembrar […]; a los cuatrocientos mil obreros industriales y braceros […], cuyas conquistas les están arrebatando, cuyas viviendas son las infernales habitaciones de las cuarterías, cuyos salarios pasan de las manos del patrón a las del garrotero, cuyo futuro es la rebaja y el despido, cuya vida es el trabajo perenne y cuyo descanso es la tumba; a los cien mil agricultores pequeños, que viven y mueren trabajando una tierra que no es suya […], que no pueden amarla, ni […] plantar un cedro o un naranjo porque ignoran el día que vendrá […] la guardia rural a decirles que tienen que irse; a los treinta mil maestros y profesores tan abnegados, sacrificados y necesarios al destino mejor de las futuras generaciones y que tan mal se les trata y se les paga; a los veinte mil pequeños comerciantes abrumados de deudas, arruinados por la crisis y rematados por una plaga de funcionarios filibusteros y venales; a los diez mil profesionales jóvenes: médicos, ingenieros, abogados, veterinarios, pedagogos, dentistas, farmacéuticos, periodistas, pintores, escultores, etcétera, que salen de las aulas con sus títulos deseosos de lucha y llenos de esperanza para encontrarse en un callejón sin salida, cerradas todas las puertas, sordas al clamor y a la súplica. ¡Ése es el pueblo, cuyos caminos de angustias están empedrados de engaños y falsas promesas; no le íbamos a decir: «Te vamos a dar», sino: «¡Aquí tienes, lucha ahora con todas tus fuerzas para que sean tuyas la libertad y la felicidad!»[4]

Algunos “politólogos” tal vez recuerdan La historia me absolverá como huella de un fallido intento, sin percatarse de cómo esa arenga tiende un arco que se proyecta desde aquel populismo, precursor de procesos de liberación nacional, hasta la recién pasada y la próxima marejada del progresismo latinoamericano, para abrirle camino a un mundo mejor.

En medio de las incertidumbres y las perspectivas de lo que ahora sucede ‒la crisis de la economía y del trabajo, las consecuencias que seguirán a la pandemia‒, de nueva cuenta La historia me absolverá, con su penetrante lectura de la complejidad social, de la cerrazón política y de sus alternativas, es un grito sobre lo que hoy toca comprender y lo que mañana podrá acontecer (o debemos hacer).

[1]. Ver Simona Violett Yagnova, “Los desafíos del mundo del trabajo”, en Alai del 24 de julio de 2020.

[2]. Ver Manuel Barrera Moreno, “Sector informal de la economía: ¿Nuevo sector social para la reestructuración de Chile?”, en Alai del 18 de julio de 2020.

[3]. Ver Fidel Castro, La historia me absolverá, en http://www.radiorebelde.cu/26-julio-rebelde/lahistoriameabsolvera.html. Cursivas de NC.

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