Por Raimundo López
Prensa Latina (PL) – Quizás fue el azar y el prestigio de Prensa Latina lo que la convirtió en parte del detonante de la grave crisis política desatada en Panamá en junio de 1987 y que culminó, trágicamente, en la vergonzosa invasión de Estados Unidos a esa pequeña nación, iniciada la medianoche del 20 de diciembre de 1989.
También, la insistencia del coronel Roberto Díaz Herrera, poco después de ser relevado en el cargo de jefe de Estado Mayor de las Fuerzas de Defensa, en darme declaraciones sobre lo que parecía una destitución. Lo cierto es que, tras la publicación de sus graves acusaciones contra el general Manuel Noriega, jefe de las Fuerzas de Defensa, el domingo 7 de junio de ese año, fue como amanecer en un país distinto. Muchos años después, en 2004, lo encontré en Perú, donde era embajador. Me reconoció, pero entendí que hablar del asunto no le interesaba.
El pedido de Díaz Herrera me colocó en una encrucijada profesional, cuando apenas llevaba poco más de tres meses de corresponsal en Panamá, un país entonces de noticias tranquilas. El relevo de Díaz Herrera, primo del general Omar Torrijos, sorprendió al país a fines de mayo de 1987. No obstante, el militar hizo declaraciones tranquilizadoras a la prensa.
Existía una leyenda sobre un pacto entre él y el general Noriega sobre un relevo sereno entre ambos. La oposición de derecha lo entendió como una defenestración dictada por Noriega para perpetuarse en el poder.
A principios de junio, las periodistas Norma Núñez y Dalys Vargas me plantearon que el coronel quería organizar una especie de reunión con los corresponsales extranjeros en mi casa, para presentarles el video completo de su entrevista en la televisión sobre su relevo.
Le pregunté si había algo nuevo sobre lo ya publicado y me dijo que no mucho, pero sí algo más. Le expliqué que entonces no tenía mucho sentido hacer algo así y que tampoco podía organizar esa reunión, por razones obvias -era un recién llegado-, y le sugerí lo planteara a corresponsales de otras agencias.
Días después, el sábado 6 de junio, Norma vino sola con el ofrecimiento del coronel de una entrevista.
Desde el punto de vista profesional, no tenía otra alternativa que acudir tras la noticia.
No obstante, traté de no ir solo. Llamé a todos los corresponsales, sin poder localizar a alguno. La mayoría estuvo en un acto del Comando Sur del Ejército de Estados Unidos, en alguna de sus bases, o era uno de esos sábados que se desatienden los teléfonos para eludir compromisos que interrumpen el descanso en algún paseo.
Sin embargo, en la oficina de la agencia ACAN-EFE, dirigida por un gran colaborador con Prensa Latina, Manolo Cabrera, estaba de turno el colega panameño Rafael Candanedo, a quien el azar lo convirtió en testigo de la entrevista.
Norma nos llevó en su auto a la elegante residencia del coronel en la exclusiva barriada de Altos del Golf. Ya en el lugar había un dispositivo militar y numerosos autos con hombres de civil en actitud vigilante.
Dentro de la mansión, en los jardines e interior, había hombres fuertemente armados y también vigilantes. Recuerdo que, a la entrada de la vivienda, de dos pisos, una mujer lloraba desconsoladamente.
Nos acomodaron en un salón, con butacas y una de esas mesitas clásicas de centro. Díaz Herrera apareció al rato, en la escalera interior que unía los dos pisos de la residencia.
Es la primera vez que escribo sobre esos acontecimientos y, tantos años después, muchos detalles se escapan. No recuerdo bien cómo empezó la entrevista después de las presentaciones, pero el coronel habló largamente del gurú indio Sai Baba, a quien admiraba profundamente y del cual me regaló cuatro libros.
Después, comenzó sus acusaciones contra Noriega, las más graves de todas, una supuesta conspiración para el asesinato del general Omar Torrijos, otra para fraguar un fraude en las elecciones de 1984 para imponer al candidato oficialista Nicolás Ardito Barletta ‒a quien luego le torció el brazo para que renunciara, dijo‒, la responsabilidad de Noriega en el crimen contra Hugo Spadafora y hasta vínculos con el narcotráfico.
En esencia, confirmó las acusaciones de la opositora Democracia Cristiana y los gremios empresariales contra Noriega y lo que llamaban su “dictadura militar”.
Sobre las siete de la noche, me consultó si no tenía inconvenientes en que participaran periodistas del opositor diario La Prensa, tenaz enemigo de Noriega y el régimen. No tenía inconvenientes, sino la decisión de marcharme, cuando aparecieron los colegas del periódico. Uno de ellos me tomó numerosas fotos, varias en una especie de reto en un pulso con los brazos con el coronel.
Norma se excusó de regresarnos y le propuse al colega Candanedo irnos en un taxi, lo que hicimos tras una despedida nerviosa y tensa.
Al asomarnos a la salida, un taxi partió con rapidez a ofrecernos servicio. Casi pareció que nos esperaba. El chofer, con la gracia natural y locuacidad de los panameños, de inmediato comenzó a indagar qué pasaba dentro de la mansión. Desvié la conversación hacia otros temas y le ofrecí un cigarrillo, tras encender uno, y el impacto de aspirar el humo, lo neutralizó.
Era uno de los célebres Populares que los cubanos llamamos “rompepechos”. Por razones lógicas de seguridad, Rafaelito Candanedo me pidió lo acompañara durante un tiempo prudencial en la redacción de su agencia. Cuando terminó su trabajo y estaba más tranquilo, regresé a la casa, caminando a toda prisa los más de 200 metros de distancia entre una y otra por una calle mal iluminada del barrio El Cangrejo.
Tras aliviar la ansiedad de mi esposa, Marianela Pérez, y nuestros dos pequeños hijos, Yanely y Pavel, me dediqué rápidamente a reproducir dos copias de los casetes de 60 minutos donde estaban las graves acusaciones del coronel Díaz Herrera.
Poco después sonó el teléfono. Del otro lado, estaba la voz grave de Danilo Caballero, director de la Radio Nacional. “El general pregunta si puedes facilitarle la grabación de la entrevista”, dijo, después de escuetos saludos. No se habla mucho en esas tensas situaciones. Respondí que sí, que lo haría con gusto, aunque no recuerdo las palabras exactas.
En 15 minutos Danilo, un gran amigo ya, estaba frente a la casa. Bajé los tres pisos hasta la entrada del edificio y le entregué los casetes y sin muchas palabras partió tan rápido como vino.
Esa noche saqué otra copia a los casetes y me puse a transcribir y enviar despachos extensos a la oficina central en La Habana. Sobre las cuatro de la madrugada, le pedí a mi esposa que fuera a comprar los periódicos a un puestecito de la Vía Argentina, frente a la placita conocida como La Cabeza de Einstein. Nunca dudé que lo haría, caminar a esa hora hasta ese lugar y regresar con los diarios. Me contó que casi sufrió un desmayo al ver los titulares y una enorme foto mía con Díaz Herrera en la portada del matutino La Prensa.
Así lo hicieron durante los días siguientes. El diario Crítica, un popular tabloide oficialista, también publicó, con grandes titulares de portada, la transcripción de las afirmaciones de Díaz Herrera.
La situación del país cambió radicalmente. Siguieron más de tres años de una grave crisis política y económica, prolongados paros empresariales, constantes marchas de la Cruzada Civilista Nacional, fundada por la empresa privada tres días después de las declaraciones del coronel, cierres bancarios durante meses, elecciones anuladas y una desestabilización apoyada por Estados Unidos, que ya preparaba su criminal invasión a un país donde tenía en bases a miles de soldados. En esas circunstancias, el ritmo incontrolable de los acontecimientos no deja espacios a la creación de archivos para la historia. Al recordar la crisis para este libro, no dudo haber hecho lo correcto aquel 6 de junio.
Buscar pretextos para eludir el trabajo, por temor a consecuencias no deseadas, puede privar de informes exactos sobre temas delicados. También, como síntoma de debilidad y hasta cobardía. Nada de eso está en la historia de Prensa Latina.