En la frontera del Estado fallido. Editorial del 4 de septiembre de 2018

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Las imágenes difundidas en las redes sociales, en las que aparecen ciudadanos panameños linchando a varios delincuentes comunes capturados en flagrancia, son, en realidad, reflejo de la pérdida de confianza en la eficacia de las instituciones, en la administración expedita de Justicia y en los organismos de Seguridad asignados para mantener la paz, el orden y la protección pública.

Muchos observadores internacionales descartan que Panamá sea un milagro económico o un paraíso de virtudes del que hablan las campañas publicitarias. Por el contrario, advierten sobre el riesgo de instituciones deterioradas, la inequidad vigente en este país donde la transparencia es un mito y la corrupción se ha convertido en patente de elites financieras y poderes fácticos.

Al deterioro perceptible se suma el aumento porcentual del desempleo, la especulación, los altos precios de los alimentos y las medicinas, los peculados, el fracaso de la seguridad social y el descalabro del sistema de Justicia sumido en escándalos. Ese escenario desalentador confirma que el país está justamente en la frontera del Estado fallido y desprovisto de rumbo.

Los grupos económicos que ostentan el poder se han dedicado a succionar riquezas y a dilapidarlas en un ambiente de impunidad, mientras que una población aturdida por el saqueo, la crisis y los altos impuestos ofrece algunas señales de malestar y rebeldía. Sin embargo, ello es insuficiente para cambiar la realidad, ante la falta de un audaz programa de luchas sólido y unificado.

Para alejarse del abismo y volver a transitar sobre vías seguras, Panamá requiere una nueva conducción política del Estado y la recuperación de su prestigio y capacidad de generar consensos. Además, necesita derrotar al proyecto del capital financiero que provoca dependencia externa, subordinación a intereses foráneos y pobreza marginal. No hay otra forma de hacerlo.

Las fuerzas sociales de pensamiento crítico avanzado no pueden permitirse el lujo de cruzarse de brazos en espera de que el sistema se desmorone por su propio peso. Tienen el deber de orientar a la población contestataria y crear las condiciones para la recuperación del Estado nacional, y estructurar un movimiento fuerte y coherente contra la corrupción y el abuso.

Un auténtico liderazgo juvenil debería surgir de ese amplio y vasto movimiento, al margen del tradicional clientelismo político que corrompe el pensamiento colectivo. Para ello, se debe tener una visión revolucionaria, nacionalista, soberana y defender a las empresas estatales de la privatización y crear herramientas a favor de una nueva gestión institucional en el país.

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