Crónicas de la dignidad inquebrantable

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Marcha en las calles. (Foto: Rogelio Figueroa / AFP / Getty Images).

Por Gilberto ”Cholo” García
Integrante del Colectivo Bayano

La lucha del pueblo panameño:

Desde las entrañas del tiempo, mucho antes de que el istmo viese nacer la República en 1903, una sombra se extendía sobre la tierra: el espectro de una oligarquía que intentaba ahogar los anhelos de dignidad y soberanía del pueblo panameño.

Heredera de estructuras coloniales y forjada en la complicidad con intereses foráneos, esa minoría ha tejido su poder sobre la explotación, el despojo y la entrega de lo que por derecho pertenece a todos los panameños y panameñas.

No hubo un nacimiento libre en 1903:

El parto de la República fue manipulado para que pudiese prosperar la ambición de unos pocos deseosos de pactar con el naciente imperio del Norte. Así fue como los apátridas hipotecaron el primer aliento de una nación que anhelaba el ejercicio de la soberanía verdadera.

El Canal de Panamá, símbolo de unión mundial, se convirtió en cicatriz de división interna y en botín de una élite que medró a su sombra, mientras las mayorías veían pasar las riquezas como agua entre las manos. La dignidad fue negada desde la cuna misma de la nación.

Pero el pueblo panameño, tejido con la fibra resistente del guayacán y determinación de los ríos que bajan de la cordillera, jamás se resignó a vivir como esclavo. Su historia es un largo, doloroso y heroico peregrinaje para alcanzar una vida digna.

Como dice el himno del Colegio Abel Bravo: ”De la patria seremos antorchas”.

Los gremios magisteriales:

Voz de la preclara conciencia docente ante las aulas desvencijadas, en procura de no sólo salarios justos, sino de la educación de calidad que es derecho y semilla del futuro. Los educadores han enfrentado el desdén y la represión. Sus huelgas son lecciones vivas de resistencia y heroismo.

Los sindicatos:

Columna vertebral de los trabajadores, desde los puertos vibrantes hasta las plantaciones lejanas. Defienden el pan ganado con sudor ante la voracidad patronal y los procedimientos que buscan desarmar su fuerza colectiva sindical.

Los estudiantes:

Juventud impetuosa, heredera de las gestas populares del 58, 59 y 64. En las calles agitadas, sus consignas pintan el futuro que exigen, un mañana sin deudas asfixiantes, con universidad pública fuerte y oportunidades de trabajo decente.

Los profesionales honestos:

Ingenieros, médicos, abogados, enfermeras y todo aquel que con esfuerzos y dedicación ha podido educarse. Desde las trincheras, se niegan al silencio cómplice, denuncian la corrupción que carcome los recursos públicos y exigen un ejercicio ético del conocimiento a favor del desarrollo humano.

Los pueblos originarios:

Desde las alturas de Chiriquí hasta las profundidades de la selva darienita, los pueblos originarios elevan su voz. Los Naso, Ngäbe-Buglé, Guna y Emberá-Wounaan responden en defensa de la dignidad nacional. Como guardianes ancestrales de la tierra, su lucha es contra el despojo de sus territorios, contra las hidroeléctricas voraces (como la amenaza que representa el proyectado embalse de río Indio) y contra los megaproyectos mineros que envenenan los afluentes. Su resistencia está inspirada en la defensa de la vida misma.

Los ambientalistas:

Voces que claman en el desierto contra la codicia, defendiendo los bosques, los manglares, los océanos y el derecho de acceso al agua limpia. Esas mismas voces advierten sobre el ecocidio provocado por la minería a cielo abierto, que atenta contra la rica biodiversidad y la salud de generaciones.

Los jóvenes:

Con la mirada lúcida ven el despojo del porvenir de las nuevas generaciones. Se movilizan contra la precarización y a favor de la vivienda digna y un ambiente sano. De hecho, rechazan la entrega descarada de la soberanía nacional a potencias extranjeras. En el corazón de esta crónica, resalta el mármol sagrado de los que ofrendaron su vida:

Los caídos en las calles:

Los héroes populares están presentes en las marchas, en las protestas, en la defensa silenciosa de las tierras colectivas. La sangre de los mártires, reconocida como el abono del que brota la esperanza, ha sido derramada desde el Incidente de la Tajada de Sandía (1856) hasta las recientes luchas en defensa de la seguridad social. Su sacrificio es el juramento que renueva la contienda cada amanecer.

Sin duda, las manifestaciones seguirán en este país mientras se niegue el derecho a una vida plena, a la tierra, al agua limpia, al trabajo digno, a la educación liberadora, a la soberanía verdadera. Seguirán porque el pueblo tiene un fuere anhelo de justicia y lleva tatuada en el alma una verdad indestructible: ”la dignidad no se mendiga, se conquista”. Y, aunque cueste siglos de sacrificios, ese es el único destino posible para un pueblo que se niega a postrarse.

Desde el Caribe hasta el Pacífico, desde la cordillera hasta el mar, la resistencia organizada es el pulso de la patria verdadera.

En Panamá, se libra una lucha por la vida digna para todos.

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