Por David Carrasco
Director de Bayano digital
En las antiguas áreas de manglares, hoy ocupadas por calles y rascacielos, un mapache (Procyon) busca con avidez su alimento diario en un cesto de desperdicios colocado en un parque en la Cinta Costera, en la lujosa capital panameña.
Los mapaches se han adaptado a vivir en las áreas urbanizadas y recubiertas con moles de concreto. En su hábitat natural, esos animales comen ranas, frutos e insectos. Sin embargo, en las ciudades y suburbios se introducen en los tinacos para comerse los restos de comida arrojados allí por los humanos. En cierta forma, compiten con los ”piedreros” (menesterosos víctimas del abuso de drogas) o los llamados ”habitantes de calle” que carecen de empleo.
La destrucción del ecosistema marino-costero ha afectado a los mapaches y a otras especies silvestres, incluidas las aves playeras migratorias, que viajan largas distancias cada año para descansar en los manglares y alimentarse en las largas playas de arena blanca en la ciudad de Panamá.
Los manglares son refugio de vida natural y sirven como un muro de contención frente a tormentas, marejadas y tsunamis. Si ese valioso recurso desapareciera, las comunidades costeras se quedarían sin una gran barrera de protección para mitigar y reducir la evidente erosión del suelo.
Además de la progresiva pérdida de humedales, estimulada por el ”boom” de los grandes negocios inmobiliarios, la fauna silvestre en zonas del litoral del Pacífico enfrenta la contaminación del hábitat con desechos y descargas peligrosas de las industrias, lo que representa un desafío medioambiental.