El cine ruso está bien y goza de buena salud

El Fórum Cultural de San Petersburgo albergó un coloquio de la crítica donde se exhibieron grandes películas, algunas de las cuales ahora llegan al Primer Festival del Cine Ruso de CABA.

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"Muchacho ruso", deslumbrante ópera prima de Alexander Zolotukhin, alumno de Sokurov.

Por Luciano Monteagudo
Desde San Petersburgo

Si algo quedó bien claro al término del coloquio organizado en los estudios Lenfilm por la Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica (Fipresci), en el marco del Forum Cultural de San Petersburgo, es que el cine ruso actual está bien y goza de buena salud. Con una producción que supera los 100 largometrajes anuales, hay una diversidad que le permite al cine ruso estar presente en la cartelera local con títulos de consumo interno de cierto éxito en boletería (aunque deban resignarse a ocupar un segundo lugar detrás de las superproducciones estadounidenses, un fenómeno por otra parte global) y también en la primera línea de los principales festivales internacionales.

Es allí donde se puede encontrar una cantera de talentos muy poco frecuente, empezando por directoras mujeres, como Larisa Sadilova, que en la última edición de Cannes presentó Erase una vez en Trubchevsk, tierna semblanza de una pareja adúltera a cargo de Larisa Sadilova, y El centro del mundo, segundo largometraje de Natalia Meshchaninova, que estuvo el año pasado en San Sebastián, con su retrato de un joven veterinario de una comunidad rural, que en su interior no deja de ser un niño frágil y herido. Son dos films muy diferentes entre sí, pero esta diversidad sin embargo permite advertir aquello que tienen en común: una sensibilidad muy afilada y una empatía poco común con sus personajes. Otra peculiaridad: mientras los directores hombres suelen ocuparse de hechos del pasado, sus colegas mujeres en cambio filman el tiempo presente.

El hecho de que tres de los films más representativos que se vieron en el coloquio de San Petersburgo que acaba de finalizar puedan verse también a partir de mañana jueves en el Primer Festival de Cine Ruso, que se llevará a cabo en las salas de Cinépolis Recoleta de Buenos Aires (ver abajo), impone profundizar en estos títulos, realizados por directores muy jóvenes y en dos casos incluso debutantes.

La primera cita obligada es con Muchacho ruso, de Alexander Zolotukhin, que fue la revelación del Forum del Cine Joven de la última Berlinale, en febrero pasado. Nacido en 1988, Zolotukhin es un director debutante. Pero para su deslumbrante opera prima, se nutre de lo mejor de la genealogía cinematográfica de su país. La asume, la hace propia y a partir de esa riquísima herencia levanta un film tan singular como portentoso, a la altura de su ambición, que no es poca.

Por el contrario, la anécdota es mínima. Durante la Primera Guerra Mundial, un jovencísimo recluta ruso, tierno e ingenuo, pierde la vista durante el primer ataque alemán con el terrible gas mostaza. Sus superiores deciden enviarlo a la retaguardia, pero el muchacho –con una energía que recuerda a la del protagonista de Balada de un soldado (1959), de Grigori Chujrái– se resiste a volver a su casa inválido y derrotado y consigue que le asignen una tarea para la que está apto: escuchar y detectar la llegada de aviones enemigos.

Con ese simple punto de partida, Zolotukhin consigue un film de una rara belleza, que jamás idealiza la guerra o estetiza la violencia, pero sin embargo es capaz de encontrar poesía en su protagonista, un poco a la manera en que lo hacía el joven Andrei Tarkovski en su opera prima, La infancia de Iván (1962). El sofisticado tratamiento visual que Zolotukhin le da a la materialidad de los cuerpos y los rostros de los soldados parece provenir en cambio de la serie de “Elegías” de Aleksandr Sokurov, que fue su maestro en su escuela de cine y que ahora es su productor, a través de los estudios Lenfilm, de San Petersburgo.

Muchacho ruso tiene a su vez una particularidad: el relato propiamente dicho está intercalado –se podría decir incluso “intervenido”– por el registro documental de los ensayos de dos composiciones de Serguei Rachmaninoff, su potente concierto para piano de 1909 y sus Danzas sinfónicas, de los cuales se ven algunas imágenes y se escuchan fragmentos, tanto de las obras en sí como de los preparativos de los músicos y el director de orquesta. Lejos de distraer, ese diálogo que Zolotukhin establece entre ambos planos eleva a la película a un estadio superior y trae a la memoria el famoso Alexander Nevski (1938), donde Serguei Eisenstein trabajó codo a codo con el compositor Serguei Prokofiev, al punto de que algunas escenas del film fueron inspiradas por su música. Algo similar parece suceder en Muchacho ruso, una película que de la tradición hace vanguardia.

Por su parte, Dylda del caucásico Kantemir Balagov –presente en la sección Una cierta mirada del último Cannes– es una obra de un rigor y una gravedad extremas. Alumno también del taller de cine del gran Aleksandr Sokurov, y revelación de Cannes 2017 con su extraordinaria opera prima titulada Tesnota (Cercanía), Balagov, con apenas 28 años, es lo suficientemente original como para no tener ninguna deuda estética ni temática con la obra de su maestro. Y lo vuelve a probar con este retrato intimista de dos mujeres jóvenes, sobrevivientes del terrible sitio Leningrado, durante la Segunda Guerra Mundial.

Tópico ineludible para otros cineastas de la región como el propio Sokurov y el documentalista Serguei Loznitsa, Leningrado no tiene aquí dimensión épica alguna. Todo transcurre en unos pocos interiores, el hospital donde trabaja como enfermera Iya –“tu nombre en griego quiere decir ‘violeta’, es una flor delicada”, le explica alguien— y la vivienda colectiva en la que duerme y a la que llega su amiga Masha, herida en el frente de batalla. Altísima y retraída casi hasta el autismo Iya, desenfadada hasta la desesperación Masha, ambas comparten sin embargo no sólo vínculos muy complejos (Masha le dejó en guarda a Iya su pequeño hijo, fruto de una relación eventual con un soldado fallecido en combate) sino también evidentes signos de síndrome postraumático. Son criaturas frágiles y a la vez fuertes, tan dispuestas a luchar por sus vidas como a quitárselas. “El uso vibrante que le dí a la paleta de colores tiene que ver con la ciudad y esa circunstancia histórica en particular”, afirmó Balagov aquí en San Petersburgo. “Después de haber sobrevivido a la muerte masiva que significó el sitio de Leningrado, yo veo allí, en esos personajes, el nacimiento de una nueva moralidad, de unos nuevos cuerpos, de unas vidas nuevas”.

Sin alcanzar las alturas de los films anteriores, Toro, del también debutante Boris Akopov, es una película a tener en cuenta, en particular por aquello que dice de los convulsionados años ’90 que siguieron a la caída de la Unión Soviética. Premiada en el Festival de Karlovy Vary, la ópera prima de Akopov lleva por título el apodo de un “vory”, un joven mafioso de los suburbios de Moscú, hacia 1997. Toro lidera una de las tantas bandas que habían tomado el control del mercado negro, pero que a su vez debían competir con otras bandas rivales (algunas provenientes de Chechenia) y por supuesto también con la policía, que a su vez quería sacar su tajada de cualquier negocio del que estuvieran al tanto.

Narrada en un estilo elegíaco y romántico, pero también rápido y furioso que responde más a la estética del cine occidental que a la serena tradición eslava, Toro sintoniza con particular intensidad en el público ruso joven, como lo probó la proyección en San Petersburgo. Gente que no había nacido siquiera en esos años o que apenas eran niños, como el propio realizador, que dice haberse inspirado en una historia real y dedica la película a sus padres. “¿Por qué los ’90 son tan viciosos y nos parecen tan espléndidos?”, se pregunta a partir de Toro uno de los críticos rusos más influyentes del momento, Anton Dolin. “¿De dónde sacan los rusos esta nostalgia de una era que dejó tantas cicatrices?”

Una posible explicación: después de más de siete décadas de gobierno soviético, la súbita irrupción del capitalismo salvaje permitió en los años ‘90 libertades absolutas e impensadas, en todos los campos. También en la corrupción. Como afirma el experto británico Misha Glenny, para la ex URSS la mafia fue “la gran comadrona en el parto del capitalismo”. Pero llegó demasiado lejos.

El plano final de Toro (y aquí no hay spoiler) es el célebre discurso televisivo de renuncia de Boris Yeltsin, el 31 de diciembre de 1999, con un árbol de Navidad de fondo y probablemente borracho, mientras balbuceaba unas confusas disculpas. Una década insólita había terminado en Rusia. Y fuera de campo se vislumbra una nueva era: la de Vladimir Putin.

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