Por David Carrasco
Cada vez que entro en un restaurante en la ciudad de Panamá y repaso los altos precios en el menú, surge en mi mente el recuerdo de “Blem Blem”, el alegre afroantillano, alto y flaco como una silampa, quien preparaba los emparedados más baratos del mundo. Por cinco centavos de dólar, los estudiantes del Instituto Nacional podían elegir un “Blem Blem” de salchichas o sardinas, aderezado con picante chombo, y aplacar la fatiga antes de escuchar en un mitin anticolonialista al extraordinario orador “Pipo” Sánchez. El tiempo ha pasado y desconozco cuál fue el destino del ilustre personaje.
En mi memoria perdura la curiosa escena en la que el profesor Pablo Pinilla, de tez blanca como la leche, perseguía a “Blem Blem”, de piel tan oscura como los teléfonos usados en la película Casablanca (1942), protagonizada por Humphrey Bogart. A Pinilla le parecía sospechoso que emparedados tan suculentos pudiesen costar un real, pero nadie enfermó por comerlos al pie de las esfinges o bajo las ramas del frondoso y acogedor manguito.
Durante varias décadas, la población en áreas urbanas se armó con fogones, pailas y portaviandas, y tuvo alternativas gastronómicas ajustadas a sus necesidades, a diferencia de lo que ocurre en el presente, cuando autoridades reguladoras responden con vergüenza que “no se puede violentar el mercado” para frenar las alzas infames en los productos básicos y a los especuladores que sacrifican la calidad y vacían los bolsillos de la gente.
En el pasado no tan remoto, los comensales acudían al Gato Negro, en Santa Ana, para degustar ricas fritadas. El desaparecido barrio de El Marañón albergó a la fonda de los esposos Mojica-Lasso, cuna de maravillas, donde el crédito alcanzaba a la clientela. Otra posibilidad concreta, era el puesto de Chapo Echevers, a un costado del colegio San Vicente, que ofrecía el pescado frito relleno. La sopa Mayor Alemán, en la Avenida B, las bolas de bacalao sazonadas por Carlos Smith en El Chorrillo, los emparedados griegos en La Puñalada (nombre abreviado de La Puñalada del Sabor) o las guarniciones servidas en el restaurante del primer piso del Mercado Público, inspiraban a caminantes que rastreaban los populares guisos y terminaban la jornada con tinto en el restaurante Coca Cola.
En la calle, los niños solían encontrar deliciosas golosinas caseras, como las cocadas de colores, los pescaditos de “ñapa”, suministrados en tiendas de chinitos, o las galletas de vainilla y anís, elaboradas en una panadería localizada frente a la zapatería Biendicho, en la Avenida B. El pan caliente de Lucianito, en Santa Ana, las empanadas y el chicheme en Don Samy alegraban el día a los aficionados al arroz con porotos, las tajadas y el concolón.
Al paladar citadino contribuyeron figuras como el Águila Negra, un tableño que elaboraba helados con agua de coco y dedicaba recitales con el repertorio de Pedro Infante, y “Maní Campeón”, un afroantillano guapachoso que comercializaba cucuruchos de maní tostado en cáscara. Su producto competía con el sabroso cofio, los queques, los bollos de maíz y coco, el mafá, los buñuelos, los mantecados, el bon y el pan de moña.
De “Maní Campeón” guardo un grato recuerdo. Cuando aún era pequeño, viajé en tren de Panamá a Colón. Antes de subir al vagón, había comprado cacahuates al manicero, pero al arribar a mi destino observé a “Maní Campeón” con una cesta en la mano. Intrigado por el poder de bilocación, le pregunté cómo cruzó la línea del tiempo primero que los pasajeros. Se acercó y dijo en voz baja en mi oído: “lo hice porque este maní es mágico”.
Con el paso de los años, supe que la magia no estaba en el maní, sino en la calidad humana de personas emprendedoras. El elemento mágico radicaba, además, en una cultura culinaria fundamentada en la preparación de comidas baratas, nutritivas, sabrosas e inocuas, al alcance de los demás, y en la identidad y herencia solidaria de una ciudad cosmopolita, en la que nadie debería morir de hambre, sed o indigestión.
(Este artículo fue publicado en el diario La Prensa, el 30 de agosto de 2007).