La extensión del miedo
Por Alain Garrigou (*) | Le Monde Diplomartique
De repente, esas cosas que nos ocupan –un encuentro, entregar un papel, ir a comprar–, incluso que nos apasionan –como ese partido de fútbol, ese concierto de rock–, parecen irrisorias. Esa noche del viernes 13 de noviembre de 2015, millones de telespectadores celebraban el segundo gol de su equipo antes de quedar estupefactos por la catástrofe que estaba teniendo lugar. En muy pocas ocasiones, tanta gente ha pasado tan repentinamente de una emoción a la otra. Y en las terrazas de los bares, en la sala de espectáculos, la ligereza de las conversaciones o el estruendo de la música rock se cubrieron con el ensordecedor ruido de las armas de guerra. Un ruido que no está dispuesto a silenciarse.
¿Se acuerdan aún del 11 de septiembre cuando, durante varios meses o incluso varios años sin interrupción, todo giraba en torno al terrorismo? En aquel momento, ya ningún otro tema interesaba. En Ciencias Políticas se habla de unificación del espacio social cuando, en situación de crisis, cualquier tipo de pensamiento, generalmente diversos, heterogéneos, se centran en lo mismo: en la muerte, la guerra, el terrorismo. Estaríamos equivocados, seríamos superficiales, incluso inmorales, si pensáramos en algo distinto a los atentados, si hiciéramos algo distinto a compadecernos… como si las personas muertas en París y en Saint-Denis sólo fueran víctimas de lo no esencial, de la vida alegre, de la despreocupación… en definitiva, víctimas corrientes. Sin embargo, son mucho más que eso.
Así pues, vamos a tener que resignarnos a atravesar el nuevo túnel que la violencia, esta violencia tan particular, hace recaer sobre la vida banal. La reducción forzada y obsesiva de la apertura al mundo es el resultado más amplio del terrorismo. En primer lugar, se basa en el miedo. Ahora bien, la civilización, en el sentido de Norbert Elias, es primero el fruto de la erradicación al menos parcial del miedo, ya que el Estado ha reivindicado, con algún que otro éxito, el monopolio de la violencia física legítima.
Al alejarse el miedo, la humanidad puede realizar esas actividades que pasan a ser irrisorias tan pronto como vuelve a aparecer el miedo: la música, el arte, los deportes, la pereza, el pensamiento y, por lo tanto, ir al cine, al teatro, a un concierto, al estadio, sentarse a una terraza de una cafetería, observar el espectáculo callejero, charlar, reír.
Reír… ¿Se acuerda cuánto aportó el debate tras los atentados de Charlie sobre la cuestión de la legitimidad de reír? ¿Hay algo más fútil? Algunos han abogado por limitar la risa en nombre de la sensibilidad del otro. Se ha afirmado que sólo había que reírse de uno mismo. ¿Se imaginan a los saltimbanquis hablando sólo de ellos mismos? Absurdo. Muy absurdo que nos preocupemos por una situación en la que se puede proferir este tipo de absurdidad. También se ha oído cómo los religiosos de diferentes confesiones protestaban contra el derecho a blasfemar. Parece que sin darse cuenta de que esto conlleva prohibir cualquier tipo de humor, ya que siempre hay alguien que puede sentirse ofendido, incluso aquel o aquella a quien queremos privar de reírse.
El miedo es un dolor muy especial y olvidado en muchas sociedades. Un sufrimiento físico como lo experimentaron las personas encerradas en el infierno de Bataclan, un dolor punzante que paraliza las funciones mentales cuando éste pasa a ser un estado permanente, como en las zonas de verdadera guerra, donde sólo puede ser olvidado muy brevemente. Algunos, los yihadistas, querrían expandir esta experiencia a los demás, a todos los demás.
Sin duda, hace falta guardarse de cierta retórica guerrera que, tratando a los terroristas de bárbaros, busca deshumanizarlos para apoyar su propósito. La “descivilización” terrorista tiene también como consecuencia el fomento de la estupidez al imponer muy urgentemente explicaciones que, a menudo, sólo son imprecaciones. En este sentido se trata de una reacción vital, de una debilidad humana muy comprensible pero muy pobre, peligrosa y, a menudo, llena de odio. Y buscar a los culpables, suscitar la paranoia colectiva en una mezcla desordenada de estereotipos y de invectivas. En lugar de pensar. Esos “bárbaros” son de nuestro país. La denominación sólo tiene sentido si se opone a la civilización, es decir, ese estado de paz relativa, suficiente en todo caso para permitirnos pensar; en definitiva, para ser humanos. Llevan a cabo una guerra contra la civilización queriendo imponer las condiciones de miedo que aniquilar cualquier pensamiento, cualquier futilidad, cualquier risa. En efecto se podrán buscar un montón de buenas razones para odiar, internas y sociales, en el abandono de los suburbios, de las familias, del colegio; externas y políticas, en el cinismo y el juego de los poderosos. Con el hechizante rechazo del miedo, pero también con la experiencia de lo irrisorio, de la futilidad y de la risa, esta destrucción de las condiciones de la civilización no podría llegar a buen puerto. Las víctimas no han muerto para nada.
*Alain Garrigou
Profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Paris-X-Nanterre, autor de Mourir pour des idées, Les Belles Lettres, París, 2010, y de Manuel antisondages (con Richard Brousse), La Ville Brûle, París, 2011.