La apropiación ilícita de la biodiversidad

Por Marta Caravantes

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La apropiación ilícita de la biodiversidad

  • Durante una visita realizada a Panamá, el 25 de enero, el presidente de la Oficina Europea de Patentes (EPO, por sus siglas en inglés), Benoit Battistelli, reconoció hoy el derecho de pueblos indígenas a proteger su propiedad y conocimientos ancestrales.
  • Battistelli aclaró que la EPO ha desarrollado una base de conocimientos ancestrales, en cooperación con el gobierno de la India, que apoya la iniciativa.

La usurpación de la biodiversidad por métodos “legales” se lleva a cabo con la misma dinámica sofisticada de aquellos desvirtuadores de la realidad que califican de ‘humanitarias’ las guerras o de “desarrollo” la perpetuación del bienestar para unos pocos.

Las multinacionales compiten en una feroz carrera donde todo vale, para patentar cualquier pedazo de vida que sea susceptible de negocio. La moda de la acumulación de patentes está degenerando en un lucro inmoral y desorbitado de algunas empresas cuyo mayor mérito es haberse colado en el entresijo legal de los «derechos de propiedad intelectual» para registrar lo que no es suyo y despojar de los derechos de uso a sus verdaderos propietarios.

Asistimos en los últimos años a lo que podríamos denominar la “sofisticación del expolio”, es decir, la creación de sutiles medidas, recursos y legislaciones por parte de los países ricos para apropiarse de los recursos naturales del Sur. La usurpación de la biodiversidad por métodos “legales” se lleva a cabo con la misma dinámica sofisticada de aquellos desvirtuadores de la realidad que califican de ‘humanitarias’ las guerras o de “desarrollo” la perpetuación del bienestar para unos pocos.

Uno de esos sutiles modos de robo es el actual sistema de patentes. Los famosos “derechos de propiedad intelectual” se han convertido en la clave para que unas pocas trasnacionales acaparen los recursos naturales del mundo. Mientras en los foros internacionales se constata cómo los mecanismos para acabar con el hambre no prosperan, las multinacionales compiten en una feroz carrera donde todo vale para patentar cualquier pedazo de vida que sea susceptible de negocio, ya sean especies de plantas cultivables, microorganismos, animales, procesos biológicos universales o segmentos genéticos procedentes de seres humanos.

Una legislación a medida

En su origen, el sistema de patentes trataba de estimular la innovación, premiar a los inventores industriales e impedir el robo de las nuevas creaciones. Nada más lejos de lo que ahora acontece. Por un lado, la evolución de la ingeniería genética y de la biotecnología no se ha correspondido con una evolución paralela de la normativa de patentes. Y por otro, cuando la legislación se ha creado, ha sido siempre en función de las necesidades de las grandes empresas. El resultado ha desbordado cualquier previsión catastrofista: desde hace un par de décadas se han ido aprobando solicitudes de patentes sobre material vivo, algo que no había ocurrido antes a lo largo de la historia y que ha creado una jurisprudencia muy peligrosa. Al margen de las cuestiones éticas, esta fiebre patentadora está generando un descalabro económico en el Sur y pone en riesgo la supervivencia de la seguridad alimentaria.

El marco legal viene definido por los famosos “Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio”, más conocidos como TRIPS (por sus siglas en inglés), que aseguran que los derechos de las patentes sean respetados por todos los países miembros de la Organización Mundial de Comercio (OMC). Por si fuera poco, para reforzar los monopolios se crearon a posteriori los TRIPS-plus, requisitos de protección de los derechos de propiedad intelectual, que habitualmente se establecen a través de convenios bilaterales, y que son más rigurosos que los TRIPS exigidos por la OMC.

Según la ONG Grain, la Unión Europea ha forzado compromisos TRIPS-plus relativos a la propiedad intelectual sobre formas de vida en casi 90 países en vías de desarrollo. Esto exige a los países firmantes, entre otras cosas, entrar a formar parte de la Unión Internacional para la Protección de las Obtenciones Vegetales (UPOV), lo que significa que sus agricultores tendrán que pagar regalías y afrontar otras restricciones sobre las semillas, mucho más allá de las prescripciones de la OMC.

El grupo político “Los Verdes” ha pedido a la Comisión Europea que explique la política de coerción que sobre patentes llevan implícitos los convenios bilaterales que realiza con los países en desarrollo, por ejemplo los acuerdos ya firmados con Bangladesh, Líbano y Marruecos.

El robo disfrazado

Con el tejido legal bien armado, las trasnacionales ya sólo necesitan crear un lenguaje a su medida que disimule el delito. “Bioprospección” es la palabra elegida para encubrir el robo de los recursos naturales. Con este término, las multinacionales definen sus actividades de ‘exploración’ de la biodiversidad, especialmente en las zonas donde viven pueblos indígenas, cuyos conocimientos milenarios sobre animales y plantas son ‘recogidos’ por estos ‘investigadores’ como si fueran hallazgos propios.

Los ejemplos sobre la apropiación de recursos del Sur son innumerables. En 1994 la empresa de biotecnología Agracetus obtuvo una patente que abarcaba todas las variedades transgénicas del frijol de soja, producto alimentario básico para millones de personas en el mundo. Monsanto, la omnipotente compañía estadounidense, se opuso con vehemencia a dicha patente pues consideraba que «no implicaba ningún proceso creativo». Tiempo después, Monsanto compró Agracetus, se hizo con los derechos mundiales de la patente e impuso un férreo control a su explotación. Entre otras cosas, impide a los agricultores guardar una sola semilla de su cosecha para sembrarla en la zafra siguiente, como se hace en la agricultura tradicional. En 1999, Monsanto ya había denunciado a más de 475 agricultores bajo sospecha de haber replantado las semillas.

Pero esto es sólo una pequeña muestra. En 1986, la International Plant Medicine Corporation de EE.UU. patentó nada menos que la ayahuasca, planta sagrada de los pueblos indígenas de la Amazonia. En 1994, dos ‘investigadores’ de la Universidad de Colorado, patentaron una variedad de la quinua, cereal rico en proteínas y parte esencial de la dieta de millones de personas en la región andina de América. En 2001, la empresa francesa DuPont patentó una variedad de maíz con alto contenido en aceite que ya se cultivaba en México de manera tradicional. En 1985, el importador de madera estadounidense Robert Larson patentó algunos usos del árbol Nim, empleado desde hace milenios como planta medicinal en la India. Afortunadamente, todas estas patentes han logrado ser revocadas tras las denuncias de ONG y organizaciones indígenas. La victoria más reciente fue el pasado 12 de noviembre, cuando la Oficina de Marcas y Patentes de EE.UU. canceló por fin la patente de la ayahuasca, después de la lucha perseverante emprendida por organizaciones indígenas de nueve países sudamericanos.

El extremo de la fiebre de las patentes lo ha protagonizado la compañía japonesa Asahi Foods que patentó el nombre del “cupuaçu” -popular fruta amazónica de alto contenido nutritivo- como marca a nivel internacional. Esto impide que Brasil pueda exportar su fruta autóctona con su verdadero nombre. Es como si alguien registrara “manzana” o “banana” y se erigiera en el único capaz de comerciar dichas frutas con sus nombres originarios. El hecho provocaría risa si no fuera de tal calibre el daño que ocasiona.

El valor del expolio

El alcance de este robo sistemático a los países del Sur es incalculable. Según el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), sólo el valor de las plantas medicinales del Sur utilizadas por la industria farmacéutica es de unos 32.000 millones de dólares al año. La Rural Advancement Foundation International (RAFI) estima que Estados Unidos debe a los países pobres cerca de 200 millones de dólares de regalías en agricultura y más de 5.000 millones de dólares en productos farmacéuticos.

En 2001, la RAFI presentó su informe “Concentration in Corporate Power: The Unmentioned Agenda”, en el que exponía datos precisos sobre los riesgos que para la alimentación y la salud humana tiene el actual sistema de comercio y patentes. Sólo 10 empresas poseen una participación cercana al 84% del mercado global de productos agroquímicos, valorado en 30.000 millones de dólares; y 10 compañías controlan casi un tercio del mercado mundial de semillas, estimado en 24.000 millones de dólares. DuPont, Monsanto, Syngenta y Advanta, son algunos de estos gigantes que están poniendo en riesgo la seguridad alimentaria. Entre estas pocas compañías controlan cerca de las dos terceras partes del mercado global de pesticidas, la cuarta parte del mercado de las semillas y prácticamente la totalidad del mercado de semillas manipuladas genéticamente.

La moda de la acumulación de patentes está degenerando en un lucro inmoral y desorbitado de algunas empresas cuyo mayor mérito es haberse colado en el entresijo legal de los “derechos de propiedad intelectual” para registrar lo que no es suyo y despojar de los derechos de uso a sus verdaderos propietarios. Y lo peor no es que unos pocos se enriquezcan, sino que se condena a la miseria a la mayoría. Además de la presión política, para que los gobiernos protejan los recursos naturales y se nieguen a firmar acuerdos abusivos sobre derechos de patentes, los ciudadanos tenemos también una responsabilidad a la hora de negarnos a consumir los productos de esas trasnacionales. Estar bien informado sobre lo que comemos y consumimos es una obligación. Desgraciadamente, cada vez es más fácil convertirse en cómplice de la infamia; pero la ignorancia o la indiferencia ya no son excusas válidas que rediman de la culpa.

* Agencia de Información Solidaria.

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