
Por Richard Moreno
Periodista
Durante décadas, Panamá fue reconocido en el escenario internacional como un país neutral, garante de la paz y del libre tránsito por el Canal, símbolo de soberanía y equidad entre las naciones.
Ese compromiso, plasmado en los Tratados Torrijos- Carter, no sólo era un pacto jurídico, sino también un principio de identidad nacional.
Sin embargo, en los últimos meses esa neutralidad ha sido erosionada por presiones externas, particularmente de Estados Unidos, que ha encontrado en Panamá un terreno cada vez más dócil para imponer su agenda geopolítica. Hoy, el país corre el riesgo de ser visto no como un puente de naciones, sino como un peón estratégico subordinado a intereses ajenos.
La neutralidad panameña, concebida para blindar al país de los conflictos internacionales, hoy se tambalea ante el intervencionismo de Washington. Basta observar la manera en que este país se ha alineado, casi de manera automática, con las decisiones de política del señor Trump, incluso cuando van en contra de sus propios intereses o de la lógica de un país puente y no un país trinchera.
El Tratado de Neutralidad, que debe garantizar un Canal abierto a todas las naciones en tiempo de paz y de guerra, ha pasado a ser un papel olvidado, relegado por una diplomacia que responde más al poder que a los principios. Panamá ha cedido espacios estratégicos, ha permitido operaciones que recuerdan a épocas de tutela colonial y ha adoptado posturas internacionales que lo alejan del equilibrio y lo empujan a la confrontación directa.
Lo más grave no es sólo la obediencia diplomática, sino la renuncia a pensar como país soberano. Las élites políticas parecen más dispuestas a complacer al señor Trump que a defender la imagen de Panamá como nación independiente.
Así, lo que antes fue orgullo nacional —la neutralidad como estandarte— hoy se marchita bajo la sombra de una subordinación vergonzosa. La historia de Panamá no puede escribirse bajo la pluma de intereses extranjeros. El país luchó durante décadas para recuperar el Canal y lograr un tratado que garantizase su neutralidad como patrimonio de la humanidad.
Ceder ahora a las presiones yanquis no sólo es una traición a esa lucha, sino también una claudicación que pone en entredicho la soberanía misma. Alejarse de la neutralidad significa renunciar a la esencia de Panamá como puente de diálogo y comercio global, y transformarlo en un escenario de tensiones y rivalidad que no le pertenecen. Los pueblos que olvidan su dignidad terminan pagando un precio demasiado alto, el de la pérdida de respeto internacional y de la sumisión política disfrazada de cooperación estratégica.
Panamá debe recordar que no es colonia ni apéndice de nadie. Su voz y su neutralidad tienen valor propio en el concierto de naciones. Recuperar esa posición no es solo un acto de política exterior, es un deber moral con la historia y con las generaciones futuras que merecen un país soberano, digno y respetado.



