Por Albero Velásquez
Periodista y relacionista público
Hubo una época en la historia durante la cual los reyes y los emperadores, desde sus castillos medievales, daban órdenes a sus vasallos más allá de los mares y fronteras, disponiendo de vidas, bienes, honras y hasta de los valores culturales de los pueblos. Aunque algunos no lo acepten, esos tiempos han quedado atrás.
Con la Revolución Francesa y numerosos movimientos emancipadores, se establecieron nuevos parámetros de vida ciudadana que afianzaron los sentimientos de independencia y soberanía de las naciones.
Sin embargo, en la actualidad, algunos personajes aún se consideran emperadores o reyes, dueños absolutos de los espacios soberanos de otros países, a los que perciben como parte de su patio trasero.
Son narcisistas y profundamente ignorantes.
Un reciente y elocuente ejemplo de que todavía existen es la prepotente orden de prohibir el uso y paralizar el espacio aéreo de una nación. No importa cuál fuera.
Lo relevante es que dicha orden se emitió desde más de 4.000 kilómetros de distancia —la que separa Washington de Caracas—, a más de 13 horas de vuelo.
Una orden totalmente absurda en nuestros tiempos, que pasa por alto un convenio firmado precisamente cerca de la ciudad desde donde se emitió: Chicago.
Ese acuerdo, vigente desde 1944, reconoció mundialmente la soberanía de los Estados sobre el espacio aéreo que cubre su territorio, y sentó las bases para el desarrollo de la aviación civil a nivel global.
El Convenio de Chicago de 1944 es un tratado internacional que dio origen a la Organización de Aviación Civil Internacional (OACI). Reconoce que cada país tiene soberanía exclusiva y absoluta sobre el espacio aéreo que se encuentra sobre su territorio.
Esa violación a la soberanía de un Estado invita, especialmente a los panameños, a reflexionar sobre aquel sabio refrán:
“Cuando veas arder las barbas de tu vecino, pon las tuyas en remojo”.




