En el reino de los Nasos
ANGÉLICA GUADAMUZ / EFE
Casi totalmente aislados del resto del mundo, con el río Teribe como vía de enlace con la civilización, los miembros del pueblo Naso de Panamá habitan una vasta región selvática del noroeste del país, junto a la frontera con Costa Rica, en la que desde tiempos inmemoriales se rigen por una monarquía.
Los nasos constituyen una pequeña comunidad que actualmente tiene apenas unos 5.000 miembros que viven dispersos en un territorio de algo más de 150.000 hectáreas. Este hábitat se compone, fundamentalmente, de bosque húmedo tropical al estar localizado entre las cuencas de los ríos San San y Teribe, más caudaloso éste último y que no por casualidad es considerado sagrado por este pueblo indígena panameño.
Changuinola, el comienzo
La llegada al territorio de los Naso es complicada y requiere el paso obligado por Changuinola, una población cuya belleza es más fácil de imaginar por quienes han leído a García Márquez, por su similitud con el Macondo tropical que el autor de Cien años de soledad estampó en el subconsciente colectivo.
Localizada en una zona cuya historia quedó determinada por el establecimiento de las grandes bananeras estadounidenses a comienzos del siglo pasado, y que ahora refleja la decadencia en la que hace años cayó este cultivo en la zona, Changuinola se asienta a ambos lados de una calle principal que sigue la ruta de la carretera, polvorienta en la época seca y fangosa en la de lluvias.
Rumbo a El Silencio
Antes del amanecer hay que emprender camino a El Silencio, un paraje situado aguas arriba del río Teribe. Con ese nombre, el lugar no necesita descripción alguna. A partir de ahí, los caminos en dirección a Bonyic, la aldea Naso más cercana de las doce que hay en la comarca, son únicamente pistas de tierra rodeadas por la paz y la quietud de los árboles majestuosos.
Pero los caminos dejan de ser transitables en vehículo todoterreno a partir de allí. En la orilla del Teribe, en un canchal bordado de piedras redondas, aguardan dos piraguas con motor fueraborda que, pilotadas con pericia por dos nasos, remontan el río sorteando remolinos y corrientes hasta llegar a Sieyic.
Sieyic, la capital
Sieyic, la capital de los nasos, es un poblado compuesto por unas cuantas viviendas tradicionales hechas de pencas de palma y otras edificaciones de madera o bloques de cemento unidas por un caminito. Entre ellas están la casa comunal, la casa de juntas y la escuela, donde unos 180 niños cursan desde preescolar hasta tercer grado, pero ningún hotel –no hay ninguno en toda la comarca Naso-.
En el poblado destaca una vivienda pintada totalmente de blanco y de anchas puertas: se trata del palacio del rey.
Desde tiempos inmemoriales, ser rey de los nasos era un cargo vitalicio que se transmitía de padres a hijos y que sólo podían ejercer los varones del linaje real, en concreto la familia Santana, pero estas tradiciones han ido cambiando.
Ahora los reyes son elegidos por su pueblo y hasta las mujeres han podido acceder al trono, como es el caso de Rufina Santana, e incluso pueden ser destituidos por el Consejo General del Pueblo en casos recogidos por sus leyes tradicionales, como le sucedió también a la propia Refina Santana, a quien obligaron a abdicar en 1988.
Pero el caso más grave lo protagonizó el rey Tito Santana, a quien se le achaca una decisión que cambió el destino de la comunidad, por lo que, según el actual monarca, se decidió que a partir de entonces el linaje no fuera de unos pocos, sino de quien garantizara la supervivencia del pueblo Naso.
El rey que traicionó a su pueblo
Tito Santana, el antiguo rey, autorizó hace unos diez años, sin consultarle a su pueblo, la construcción en el río Teribe de una hidroeléctrica, con la cesión de 1.192 hectáreas de su territorio en las que se emplazaría la represa Bonyic.
Para los Nasos, la función principal de un rey es salvaguardar a su pueblo, las tierras y la herencia que les dejaron sus antepasados, por lo que renunciar al control de las aguas de su río sagrado fue una falta imperdonable.
La palabra naso significa ‘Yo soy de aquí’. Hemos heredado de nuestros ancestros los árboles, los pájaros, todos los animales que habitan (en el bosque) y los ríos son una preciada herencia de nuestra abuela Tjer Di (Abuela Río)”, asegura el monarca.
Entre lss prioridades del rey, además de preservar la integridad del territorio Naso y combatir las ambiciones económicas que éste despierta, está conseguir ser reconocidos como una comarca autónoma, como ya consiguieron hace décadas otros pueblos panameños como los Guna o los Ngobe-Buglé.
Pueblo de artesanos
Los Nasos son hábiles artesanos que luchan por hacerse con un espacio en el mercado de las artesanías indígenas panameñas y cuyas obras reflejan su proximidad con la naturaleza y el medio ambiente que los rodea.
Con sus tallas de maderas nobles reproducen lo que tienen en su entorno: jaguares, pájaros, ñeques, culebras, piraguas o remos. También elaboran aretes con semillas naturales y las rematan con dientes de tigrillo.
“Los Nasos nacieron de una semilla de maíz”, asegura Rufina Santana, una mujer de una sola pieza, que mira de frente.
Entre sus anhelos está también el rescate del olvido de su vestuario, su música y danzas autóctonas, la forma tradicional de construir sus viviendas, así como los mitos y las leyendas que se han ido desvaneciendo con el tiempo.
El pueblo que nació de un grano de maíz
Aunque no hay una compilación de los cuentos, mitos y leyendas de los Naso, entre los más ancianos se mantiene la tradición oral.
Rufina, una de las pocas depositarias de este acervo, refiere el mito Naso de la creación:
“Un águila enorme, tan enorme que cubría parte del cielo, extendió sus alas y dejo caer una semilla de maíz aquí en estas tierras que habitamos. De esa semilla naceríamos nosotros los Nasos, pero el águila pensaba esperar a que el maíz creciera y una vez grande vendría por nosotros a devorarnos.
“Pero nuestra abuela Tjer no dejaría que el águila volviera a comerse a sus nietos, así que tomó agua del río y preparó medicina para volver a sus nietos poderosos. Dos nasos jóvenes y fuertes tejieron sin descanso ocho cestas de palma para cazar al águila, pero ésta los tomó desprevenidos y sólo uno pudo escapar para contarle a su abuela Tjer que cuando el águila los vio, chillaba: surac, surac, surac.
“Poco tiempo después, apareció el otro joven, malherido pero con vida. La medicina lo había protegido. Idearon otro plan. Se metieron en una de las jaulas que habían tejido y esperaron pacientes con sus afiladas lanzas al águila. Cuando ella los vio, entró a la jaula y por ser tan grande quedó atrapada.
“Cuando los dos jóvenes apuntaron sus lanzas hacia el animal, de sus alas aparecieron dos aguiluchos. Más allá de la montaña se escuchaba la voz de Tjer que les pedía: no maten a los aguiluchos. Si los matan, morirán también. Una mano les tendió un largo hilo que atravesaba montañas y ríos. De un hilo se agarró uno y fue a dar a un lugar de hombres buenos. El ángel que lo recibió había atravesado ríos de color rojo, negro y azul para estar junto a él.
“El otro joven tiró su lanza y agarró con fuerza el hilo que lo sacaría de la cesta, se balanceó de un lado para el otro y llegó donde otro grupo de humanos que no eran buenos. Eran los dueños de las arañas.
“Después hubo silencio y cientos de semillas de maíz cayeron del pico del águila y crecieron los Nasos”.
Pocos panameños saben que los Nasos son excelentes artesanos, que cazan, cultivan y conocen el susurro de los ríos mejor que nadie. Y pocas personas, incluidos los propios Nasos, conocen el mito de que este pueblo nació de un grano de maíz.