El soldado niño

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El soldado niño

(Texto remitido a Bayano digital por el escritor panameño Carlos Wynter).

El ceño fruncido y resuelto, la mirada fija en el fotógrafo, el rifle calado en posición de firme. No alcanza un metro de estatura y la chaqueta le resulta demasiado grande. El sombrero de soldado del Istmo no deja duda, es un miembro del ejército independentista, sin embargo, su cara de niño revela la falta de fermentación para tamaña empresa. Pero está allí, esperando la orden de marchar junto a hombres de envoltura curtida y mirada resuelta. No hay por aquella época ninguna discrecionalidad para el reclutamiento, el soldadito imberbe no teme el llamado, nuevo y osado, como la nueva bandera, qué suerte correría por aquella temeridad o simpleza. ¿Sobreviviría?, ¿Tendría nietos? ¿Alguien le sopló al oído, que antes de morir, uno debe reflejarse en los ojos de una mujer? ¿Le enseñaron, que de ser posible, hay que vivir primero, vivir en sustantivo?

El tiempo lo borra todo. Sería difícil, quizás imposible, seguir su huella. Los libros de historia no cuentan con referencia específica de este personaje (ni otros como él), pero su imagen se me quedó grabada, quería saber quién era y por qué le tocó en suerte estar en ese retrato. Aquel soñador – así lo imagino – se perpetuó en aquella imagen cuyo pie expresaba: “Pequeños niños soldados en tiempos de la Independencia de Panamá – noviembre 5, 1903.”.

Más de cien años. Logró inmortalizarse, pervivió porque un fervor de patria nueva le brindó la feliz eventualidad de parecerle curioso a alguien. Pero cómo no iba a resultar una curiosidad, si era nada más y nada menos, que un niño soldado -una flor silvestre nacida para vivir acaso un día-. Mandé a enmarcar la foto, era digna de colección. Así fue que terminó colgada entre los cuadros de mi despacho.

Un día, un alumno al que revisaba un examen fijó su mirada sobre aquel retrato, y dijo que era la fiel imagen de un familiar suyo al que decían Pancho, lo miré fijamente y percibí algún parecido con el pequeño de la foto, claro, consideré una locura que fuera a encontrar, por pura casualidad, la descendencia del soldadito de plomo, pero sólo en una nación tan joven como ésta, era posible tal milagro. Le pregunté por sus parientes y me dijo que vivían en San Felipe y que su abuelo tenía más o menos ochenta y nueve años. Añadió que estaba clarito, que vivía echando cuentos de cuando era chico, y que algún día lo iba a grabar, porque le contaba cosas increíbles. Quedé pasmado, cabía tocar el pasado con la punta de los dedos, de viva voz de un testigo presencial o de su hijo, ir a la raíz del horno donde se fraguó la historia. No perdí tiempo, convencido que la vida está formada por una intrincada red de coincidencias, le pregunté si podía presentármelo un día, y el día llegó.

Recuerdo la larga escalera de aquel prehistórico edificio de alquiler, las paredes descascarilladas y el cuarto pequeño, aquella cocinita, la sala-dormitorio, apenas un closet y un baño. Al entrar, miraba a la calle. Volteó a vernos y me lanzó un ronco buenos días en medio de una sonrisa tranquila y desdentada. Luego de los preámbulos y el apretón de una mano fibrosa que no guardaba relación con su edad, miró la fotografía y rió de buena gana, entre sorprendido y avivado exclamó: – ¡Éste es mi padre!, era un hombre de fuertes convicciones, recuerdo entre tantas cosas, que lo vi llorar al recordar que en la loma que va hacia la Iglesia de San Felipe, por aquí cerca, enterraron decenas de personas durante la guerra; decía que nunca olvidaría que antes de sepultarlos en fosas comunes, los encendían por los talones, porque allí tenían mucha grasa.

Sabe, el tiempo parece causar olvidos irreparables, pero no lo hace. Desde la distancia se aprecian mejor los sucesos, y se decanta lo cierto de lo falso con más precisión. Para muchos, la memoria resulta inoportuna, porque van despertando opiniones, generando debates, concluyendo y reclamando medidas exigidas desde los recodos del tiempo. Sí, eso ocurre con frecuencia, aunque retoquen la historia a pincelazos, y en vez de historia nos enseñen leyendas.

Se levantó y sacó del closet el machete más largo que he visto en mi vida, en su lomo tenía gravado “Guerra de los Mil Días”. Mientras tomaba un café sorbito a sorbito, fue desgranando sus recuerdos, incluso me contó que por aquellos tiempos la gente subía a los tejados a ver las hostilidades. Al final, agregó que al morir le dejaría aquel instrumento a su nieto, porque era el único que le escuchaba.

Yo empuñaba aquella hoja mientras le oía narrar cómo detestaba que le fumigaran contra los piojos y otros bichos cuando era chico: – Era una fila larga, de ella no se salvaba nadie, por lo menos no picaba. Sabe, lo he pensado varias veces, la vida se va zurciendo de a poquito, día a día, y cuando ves para atrás, se ha amontonado una historia. Bueno, la que te quieren contar, porque la de verdad se la lleva el tiempo, y entonces te inventan una en la que se olvidan de nosotros, porque dicen que no fuimos importantes, ¿qué vaina no? No saben lo que se pierden.

Sonrió y me dijo: la vida está llena de ironías, tantas luchas y sobresaltos por este país, para vivir la ignominia de aquellos exámenes médicos. Le cuento, le cuento: – Para aspirar a trabajar en la Zona del Canal, nos metían de veinte en veinte en un cuarto y nos ordenaban desnudar, luego un médico, eso creo, nos examinaba minuciosamente y entre otras cosas, nos ponía en cuclillas y con linterna en mano, miraba si teníamos abultamientos y cómo andábamos de la próstata, de aquello, no se salvaba nadie. Hoy me río, pero en aquél tiempo, no creo que a nadie le hiciese gracia.

Y luego de una pausa continuó: – Pero no crea, no crea, hubo también momentos luminosos. Por allá, en la Segunda Guerra Mundial, yo pertenecí al Batallón del Istmo. Nos dieron unos rifles Springfield, sin balas claro, y entrenábamos para un posible ataque a causa del Canal. A usted le sonará ridículo, pero yo me lo tomé en serio, y confieso que me sentía orgulloso; imagino que así se habrá sentido también mi padre, con su rústico uniforme y aquél rifle con que aparece en la foto. Cuantos contrastes, ¿no le parece?, pero los contradictorios son la fuente, el dínamo que mueve la historia… nuestra historia. Cara y sello, cara y sello, y así hasta el infinito.

Calló un rato y bajó la cabeza, como meditándolo todo. Lo miraba fascinado. Me emocionaba tener delante a un señor que caminaba por allí con tantas historias a cuestas. Salí detrás del vértigo de aquellas narraciones para preguntarle por qué decía que el niño de aquella foto, que me hizo ir a su encuentro, era su padre. Me palmoteó en el hombro como pidiendo calma, presentí que de un momento a otro me iba a acariciar el pasado, y así fue, volvió del closet ocultando algo tras la espalda, me miró ceremonioso y luego, lentamente, puso en mis manos el sombrero del soldado niño.

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