Corfú, un refugio de mitos clásicos y literarios

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La Fortezza. El fuerte veneciano domina la entrada al puerto de Kérkira. A sus pies se ve la iglesia de Agios Georgios, construida por los británicos en 1840 con el aspecto de un templo clásico. (Foto: Anastasios71 / Shutterstock).

 

Tan pegada al continente que casi llega a disimular su condición de isla, Corfú es esmeralda y plata. Verde por las aguas que la rodean y argéntea por los centenarios olivos que tapizan su alargada silueta.

Por Sergi Ramis
Revista National Geographic

Refugio de héroes eternos como Ulises o de titanes literarios como Lawrence Durrell, Corfú es la oculta joya helena que, por el mismo precio, ofrece un viaje a Grecia, a Venecia y a los mitos clásicos.

La entrada al mercado de Kérkira, la capital isleña, está presidida por un gran sello de piedra engastado en la roca caliza. Un león alado, símbolo de Venecia, luce una bella melena y un rictus un tanto tristón. La República Serenísima dejó estas marcas por todo el Adriático y el Jónico, mares que parcialmente le pertenecieron en su época de esplendor, entre el año 1.100 y avanzado el siglo XVI.

Al penetrar en el discreto mercado, sin embargo, no hay dudas de que el viajero se halla en Grecia: mercancías voceadas, limones de aspecto pétreo y un aroma que desmaya, peces como los pintados en las vasijas negras del periodo clásico, latas de aceite de oliva con nombre de héroe, pulpos deslizantes de ojos taimados, pimientos arcoíris, bloques de queso feta del tamaño de un ladrillo.

Tras dejar atrás la plaza de ventas por el extremo opuesto, la avenida Giorgios Theotoki conduce, en un paseo distraído, hacia el casco viejo de la ciudad, donde la sensación de haber salido de Grecia para entrar en Venecia vuelve a hacerse presente. El pavimento de mármol pulido por el desgaste de siglos, las casas asalmonadas con sus características ventanas de madera pintadas en verde oscuro, los pozos que presiden las plazas idénticas a campos vénetos parecen un espejismo. Pero al mirar bajo los porches que acompañan las aceras, se vuelve otra vez al paisaje –esta vez al paisanaje– griego: hombres con barba de tres días por lo menos sentados a la puerta de sus comercios, viendo también pasar los siglos con una punta de cigarro en la comisura de los labios, el periódico en las manos y un vaso de café cerquita.

El casco antiguo de Corfú

El dédalo de la ciudad vieja obliga a perderse con frecuencia. La suave inclinación de las calles lleva, en un momento u otro, a la Spianada, la gran plaza cuadrada que culmina el núcleo histórico y que se convierte a la vez en lugar de cita con los amigos, campo de juego para aficionados al fútbol y al críquet, barroco aparcamiento y bocanada de espacio abierto tras tanto callejón. De regreso al laberinto, conviene buscar la iglesia de San Espiridión, donde reposa la momia del patrón. Se exhibe tres días al año, el resto descansa en un cofre de plata. El templo es el más destacado de Kérkira, además de un buen lugar donde descansar del paseo y observar la veneración que el santo despierta entre los corfiotas, que le rinden homenaje a todas horas.

 

Antes de echarle un vistazo a las dos fortalezas –la exterior, en una isla unida al casco viejo por una simple pasarela– y abandonar la capital para descubrir el resto de la isla, hay que detenerse en el Museo Antivouniotissa. Se halla al final de una discreta escalinata en la parte norte de la muralla. Situado en una de las iglesias más ricas de Corfú, reúne una sensacional colección de reliquias e iconos portátiles, básicamente posbizantinos. Después, los irredentos del mito deben entrar en el Museo de Arqueología aunque solo sea para aterrorizarse un poquito ante la gorgona que presidía el frontis del templo de Artemisa.

Al sur de la ciudad, está una de las más bellas postales de Corfú, especialmente a la puesta del sol, se trata del islote de Pontikonisi Escondida en una bahía cercana al aeropuerto, al sur de la ciudad, está una de las más bellas postales de Corfú, especialmente a la puesta del sol. Se trata del islote de Pontikonisi y del blanco monasterio de Vlacherna, unido al resto de la isla por un pasillo de hormigón. En este último, una torre con espadaña y dos campanas y un ciprés un tanto desaliñado son suficiente decoración para quedarse allí a disfrutar del ocaso.

Siguiendo camino hacia mediodía, los viajeros románticos tienen cita en Achillion, el palacio donde la realeza austrohúngara pasaba los veranos. Las audioguías explican el homenaje a Aquiles en las grandes estatuas que presiden el conjunto y, sobre todo, que la emperatriz Sissi lo tenía como uno de sus lugares predilectos. No resulta extraño ante la blancura impoluta del pabellón principal y los recoletos jardines clásicos. No se sabe por qué olvidan comentar que al káiser Guillermo le pilló aquí vacacionando cuando estalló la Primera Guerra Mundial.

Recorrer Corfú en vehículo propio es de una sencillez extrema. Se navega entre los miles de olivos que le dan a la isla su aspecto plateado. Se dice que los venecianos prohibieron a los corfiotas cualquier tipo de comercio y que, en compensación, les dieron diez piezas de oro por cada olivar plantado. De aquí la presencia masiva de este árbol, hasta tres millones de ejemplares. Y de las aceitunas en todos los menús, en cualquier ultramarinos, como joyas de colores bruñidos que van desde el verde al negro pasando por el púrpura y el granate, siempre aromatizadas con romero, limón, tomillo, naranja. Perfumes de Grecia.

Corfú tiene una forma extraña. Hay quien la ha comparado con las piernas de un atleta a punto de arrancar a correr, otros con una versión en miniatura de la Península Itálica. Los griegos clásicos le imaginaron otra silueta y la llamaron Isla de la Hoz. No solo porque, bien mirada, sí podría serlo, sino porque aseguran los mitos que bajo ella, en las profundidades de la roca, está enterrada la segadora de Deméter, diosa de la agricultura, lo que sería la más sencilla explicación a la extraordinaria fertilidad de la isla.

Lefkimmi, unos 40 kilómetros al sur de la capital, es uno de los centros de veraneo preferidos por los extranjeros. La adormilada población está punteada de restaurantes donde brotan los irresistibles platos de la cocina helena. Los arenales son amplios para dormitar y las aguas, prodigiosamente verdeazuladas.

Pero es en la mitad septentrional de Corfú donde los submarinistas buscan los mejores fondos, aquellos en los que el agua parece un cristal pulido y su transparencia hace dudar al viajero de si lo que está contemplando es o no auténtico. Aquí también se esconden localidades diminutas en las que parece no haber sucedido nada relevante en los últimos doscientos años. Poblaciones como Pelekas o Lakones, con las puertas de las casas entornadas, añosas higueras en los rincones y escalinatas ideadas por el demonio, que se retuercen en una pendiente imposible comunicando con cerros cercanos o descendiendo hasta calas rocosas sin otro acceso posible.

Un enclave literario

Al llegar a Kalimi, otros buceadores, los de los libros, se descubren la cabeza y hacen una cuasi imperceptible reverencia. Una casita blanca que podría pasar inadvertida se ha convertido en un centro de peregrinación para los abducidos por la literatura. Allí vivió una familia inglesa apellidada Durrell. Una viuda y cuatro hijos, dos de los cuales se convirtieron en referentes culturales para medio mundo.

Gerald, con diez años, descubrió en Corfú la fauna mediterránea e inició su imparable carrera como divulgador zoológico. Llenó su vida y la de sus lectores con la divertida novela autobiográfica Mi familia y otros animales y evidenció también la imbatible filoxenia (hospitalidad) griega que hoy perdura. El hermano mayor, Lawrence, se convirtió con los años en un absoluto gigante de las letras, uno de los escritores más brillantes del siglo XX que retrató la Corfú de 1937 con la precisión de un lanzador de dardos en La celda de Próspero.

Fuera Rodas, Chipre, Alejandría, Sicilia o Provenza, no hay más acerados retratos del Mediterráneo que los de Larry Durrell. En esa vivienda, que Lawrence describió como «una casa blanca con las cicatrices del viento y el agua», hoy los viajeros-peregrinos se toman un refresco, ven fotos de la familia y leen que allí vivió «el hermano de Gerald», comprobando que un Durrell fue más popular que el otro. La casa se puede alquilar por un precio muy razonable y tiene un café-restaurante adosado. Se puede saltar al mar Jónico desde la ventana de las habitaciones, no es ninguna exageración.

Definitivamente, a Corfú se llega persiguiendo fantasmas del pasado, ya sean escritores británicos, caducados esplendores venecianos, personajes medievales que pasaron por aquí como Benjamín de Tudela y el rey Ricardo Corazón de León de regreso de las Cruzadas o mitos clásicos. De ahí que, al llegar a Paleokastritsa, una bahía que mira a Italia desde la costa occidental, el visitante se detenga hipnotizado en la primera de las tres playas que se abren como un trébol. Allí retumba en su cabeza un nombre: Nausícaa. La bella hija del rey Alcínoo tuvo el acierto de recoger a un Ulises naufragado en ese arenal y lo llevó frente a su padre para que le relatara –nos relatara– la madre de todas las novelas de aventuras, La Odisea.

Lawrence Durrell dijo de Paleokastritsa que «está narcotizada por su propia perfección extraordinaria: una conspiración de luz, aire, mar azul y cipreses». Al viajero le impacta que siga igual ochenta años después. Se aprecia subiendo al monasterio Theotokou, menorquín por fuera bizantino por dentro. Se entra en él por un arco abovedado escoltado por buganvillas para llegar hasta el recogimiento barroco de un iconostasio plagado de santos congelados en el tiempo. Otra vez un perfecto batiburrillo mediterráneo. La borrachera de paisajes, aromas y referencias literarias es tal que el viajero hará bien en buscar un emplazamiento abierto a los vientos para cerrar el periplo por Corfú: el monte Pantokrator, a 906 metros de altitud. Allí, en el techo de la isla, encontramos nuevamente un templo bonito de ver. Pero, sobre todo, este lugar sirve para despejarse y parpadear fuertemente, para asimilar que lo que tiene bajo sus pies es cierto. Corfú, la perfección mediterránea, existe.

 

 

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