Una mala estrella: el SARS-CoV-2

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Alegoría de la muerte.

Por Abdiel Rodríguez Reyes
Profesor de Filosofía de la Universidad de Panamá

Estamos en medio de un desastre global. Muchos de los supuestos se deshacen en el aire. No sabemos cómo acabar con esta pandemia provocada por el SARS-CoV-2. La humanidad se encuentra ante la disyuntiva de si a la vida o el capital. Nuestro horizonte utópico es superponer la vida. En este momento, no parece posible ni la desaparición del capitalismo, ni el surgimiento de “una sociedad alternativa” (como diría Slavoj Zizek) a la vuelta de la esquina.

En el mundo moderno, el de las grandes ciudades globales, no se podría vivir sin transacciones mercantiles. Pedirle solidaridad al capitalismo en estas circunstancias, es como pedirle a un tigre que sea vegetariano, pero puede que el tigre acaricie la gacela antes de comérsela. Si queremos superponer la vida al capitalismo, entonces, el objetivo estratégico post pandemia es organizarnos, aunque las señales no sean alentadoras.

Enrique Dussel propugna una Ética de la Vida, sintetizó este criterio en un reciente artículo, criticando a la modernidad “que postula al cuerpo como a la naturaleza como “una «cosa extensa» (res extensa). Es decir, una realidad cuantitativa, no teniendo importancia la cualidad y la vida”. Bruno Latour, por su parte, considera que “la modernidad está acabada” y plantea como alternativa “lo que están haciendo los ecologistas y los millones de jóvenes que practican una nueva forma de vida, de alimentación, de comportamiento: un reasentamiento”. Esto, en todo caso, no es nuevo. Al final, hay que recurrir a experiencias de equilibrio entre la naturaleza y la especie humana.

Dussel nos advierte sobre los derroteros desconocidos de esta pandemia “nunca experimentado antes y de manera tan globalizada”. Tras la vuelta al mundo de Magallanes y Elcano, nunca habíamos estado tan interconectados, aunque ahora por un virus sin cura aún. Esta experiencia nos exige “mostrar el fracaso del neoliberalismo (del «Estado mínimo», que deja en manos del mercado y el capital privado la salud del pueblo)”, estamos pagando esas consecuencias, además evidenciar que los estados con un sistema de salud pública eficiente son mejores herramientas para encarar esta pandemia que los privados, ampliamente defendidos por el neoliberalismo.

Los núcleos urbanos (en particular occidentales) con mayor conectividad tienen más contagios, es decir, los países globalizados en ese devenir “producido por las interacciones” (como diría Roberto Ayala) son focos de contagios. En ese sentido, señala el pensador coreano radicado en Alemania Byung-Chul Han la necesidad (añado epidemiológica) de “proteger al mundo de Europa”, y también de Estados Unidos. En Centroamérica, el foco sería el hub de Panamá.

En estos países occidentales prevalece la “protección de datos” y la “esfera privada”, los valores por excelencia como la libertad parecen no compaginar con las medidas cuasi totalitarias para la supresión del virus, al punto que, en medio de la pandemia muchos de estos países optaron por medidas biopolíticas (aislamiento y movilidad reducida). En cambio, en algunos países de Asia, dice Han, prevalece una “mentalidad autoritaria” la cual permitió medidas drásticas de vigilancia y control, propias para la supresión del virus. Aferrados a la libertad y en otros casos a la insensatez, en Occidente y la periferia hay la contradicción de querer suprimir el virus sin perder las garantías fundamentales.

Los países europeos (y Estados Unidos) con mayor conectividad (Italia, España, Francia, Inglaterra p ej.) que parecían tenerlo todo organizado (bajo la lógica del mercado) e incluso sus ciudades eran modélicas, colapsaron. Con la excepción de Alemania con una tasa de mortalidad baja y una tasa recuperación alta. Estamos en un momento de “oscuridad”, sin ninguna certeza, solo aquella en la que la muerte puede estar en la puerta de la casa, en algún pasillo o balcón; la intensa luz de las ideas y el desarrollo científico de Occidente no vio el “sol negro” que se posaba sobre los frágiles cuerpos, al decir de Roger Bartra. Europa y Estados Unidos no ven la luz ante el inminente desastre producido por esta pandemia. La misma suerte corrió la periferia que le siguió el paso.

Ante el escenario dantesco de no tener las herramientas sanitarias para una respuesta a los convalecientes, el capitalismo aún se erige como el dios supremo por encima de la vida. Incluso, se le debe respetar su “independencia”. Franz Hinkelammert lo dijo muy claro: “el capitalismo desde el principio es asesino […] es el nuevo fetiche que aún sometemos a crítica., se remonta a los indígenas cuando decían: “El oro es el Dios de los españoles”. En el siglo XXI, ese dios es cada vez más omnipresente, más omnisapiente, más global. Así, convertido en un fetiche —con el todo, sin el nada— se presenta ante la humanidad entera como la salvación.

Al plantearnos la disyuntiva de la vida o el capital, nos apoyamos en las evidencias que este desastre nos pone ante nuestros ojos. A esto apunta David Pavón-Cuéllar, cuando dice “morir por falta de infraestructura, insumos y recursos humanos en el sistema de salud pública diezmado por años de políticas neoliberales en todo el mundo”. Ello es el resultado de superponer el capital a la vida, creando un “gigantesco laboratorio de muerte en que el mundo se ha convertido”.

Para Dussel, “la ética se funda en el primer principio absoluto y universal: el de afirmar la Vida en general”. Tal es nuestro horizonte utópico, ante una circunstancia en que todo parece una distopía (al mejor estilo de Orwell o Huxley), y una realidad que —post pandemia— puede derivar en un caos en todos los ámbitos de nuestras vidas. Es la oportunidad para un nuevo contrato social. Como es un virus nuevo y “despiadado”, como lo califica Chen Wei, no tenemos certeza de ningún tipo. Hay que dudar de las cándidas respuestas. Sólo nos queda la “prudencia” como “virtud” necesaria para encarar con coherencia la pandemia a partir de nuestras propias experiencias de vida.

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