Reveses de la Izquierda en Sudamérica (Argentina, Venezuela y Brasil) y el futuro de los cambio sociales
Por José de la Rosa Castillo
Cuando hace 17 años se instauraba una ola de gobiernos de Izquierda en América Latina, que cambió la geografía política del continente, tras dos décadas de gobiernos que seguían los modelos neoliberales, se planteaban algunos dilemas: se podía o no se podía hablar de una ola homogénea de nuevos gobiernos de Izquierda latinoamericanos. La pregunta estaba dirigida a saber si ello significaría un cambio en el modo de hacer política en el continente, y si se daría una respuesta eficiente a la crisis social post reformas de mercado. Entonces, surgió otra pregunta inevitable: ¿cuáles serían las ideas con las que se gobernaría, de allí en adelante, a gran parte de América Latina?
A algunas de esas interrogantes les fueron dando respuestas teóricas y matices, apelando a las particularidades de cada proceso. Pero, en lo fundamental, se hablaba del ascenso de una “nueva Izquierda”, sobre la base de iniciativas y programas definidos ideológicamente, aunque con una relativa flexibilidad y heterodoxia al momento de ventilar las reglas esenciales del funcionamiento capitalista, o de asumir la representación de sujetos sociales (indígenas, sectores medios, excluidos urbanos, ambientalistas, feministas, etcétera), que generalmente fueron dejados de lado por la Izquierda tradicional.
A escasas semanas de la victoria electoral de Mauricio Macri, en Argentina, acabando con cuatro períodos consecutivos del Peronismo liderado por Néstor y Cristina Kirchner, y sus amplias políticas de bienestar social para el pueblo argentino; la arrolladora victoria del MUD (Partidos de la oposición de derecha de Venezuela) en las Parlamentarias venezolanas contra el Partido Socialista Unificado de Venezuela (Partido de la Izquierda chavista); y el juicio político en ciernes contra la presidenta Dilma Rousseff, de Brasil -país de gran importancia económica en la llamada economía global-, muchos analistas y politólogos de distintos signos ideológico se adelantan a vaticinar el presunto fin del ciclo de gobiernos progresistas de Izquierda en América Latina.
En la interpretación de este amplio análisis -a mi juicio, prematuro-, hay que volver a los orígenes del ascenso de la Izquierda en países de la región. Lo primero que habría que señalar, es que todos logran sus triunfos en forma legítima, en el marco de procesos electorales de las democracias tradicionales (voto secreto, sufragio universal, elecciones regulares, competencia partidaria, derecho de asociación y responsabilidad de los gobernantes). Más de tres lustros después, pierden los comicios por la misma vía de la democracia formal, poniendo a prueba lo conquistado en materia de derechos sociales, políticos, económicos y culturales. Cabe preguntar: ¿cuánto de ello puede ser revertido, y cuánto de ello es irreversible?
La Izquierda tradicional abrigó muchas dudas, respecto a los procesos democráticos, como vías para llega al poder y realizar cambios revolucionarios. A partir de lo sucedido inicialmente en Venezuela y luego en Ecuador, Argentina, en Brasil, Bolivia, Uruguay, en Nicaragua y posteriormente en El Salvador, hubo un cambio de mira. Hay que reconocer que las democracias no son procesos temporales, sino que pueden ser puentes para conducir a la nueva sociedad, siempre que provean un escenario para el desarrollo de las capacidades de participación e intervención en los asuntos de la colectividad, en los asuntos que impliquen la consolidación y desarrollo de los procesos revolucionarios. Es de poco valor una concepción meramente procedimental y básica de lo democrático.
Tal como lo planteó Álvaro García Linera, vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia, en el II Encuentro Latinoamericano Progresista (ELAP 2015), “Democracias en revolución por soberanía y la justicia social”: “Lo que América Latina está mostrando, es que esta reivindicación de lo democrático como el espacio mismo de la revolución, como escenario inevitable y obligado de la revolución, requiere y necesita una reinvención de lo democrático, una refundación de lo democrático; ya no únicamente como de seleccionar gobernantes – que lo es-, ya no únicamente como modo de respetar asociatividad, pensamiento y actividad política -que lo es-, sino una reinvención de lo democrático, a partir de su fundamento, de su esencia, lo democrático como creciente participación de la sociedad en la toma de decisiones”.
García Linera aclaró que se habla de lo democrático por encima de la concepción fósil que viene, muchas veces, de países del Norte, llamados tradicionalmente democráticos, “donde ni la mitad de su población elige gobernantes, y de esa mitad que eligen gobernantes, ni el 2% participa en la toma de decisiones y de este 2%, ni el 1%, en verdad, tiene la fuerza de decisión y de ejecución de las decisiones. Esas democracias fósiles del Norte no son, para nosotros, ningún modelo a imitar, ni ningún modelo a seguir. La democracia que estamos reinventando en América Latina es una democracia plebeya, de la calle, del parlamento, de la acción colectiva, de la participación y de la movilización.”
Se debe entender, que cualquier método de lucha en procura de mejores días para el pueblo, tendrá efecto en la medida que haya participación de la gente. Sin ese requisito, la acción parlamentaria, callejera y de cualquier otra forma, o es reformista o es oportunista. Quienes vaticinan el fin del ciclo de los gobiernos progresistas, como parte del discurso de la ofensiva neoliberal de Macri, en Argentina, el MUD en Venezuela y el golpismo en Brasil, ignoran que lo alcanzado por los movimientos sociales progresistas en Latinoamérica, es irreversible. Estos procesos continuarán, porque mientras haya un pueblo y un continente en lucha, habrá revolución.