Tras las claves de Macondo en Aracataca

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La Casa Museo del escritor en Aracataca abrió sus puertas en 2010. Es un intento por atraer turismo cultural.

El pueblo que inspiró Cien años de soledad lo espera en un rincón de la costa caribeña colombiana…

Por José Eduardo Mora
Semanario Universidad (Costa Rica)

El pueblo que inspiró Cien años de soledad lo espera en un rincón de la costa caribeña colombiana, con sus almendros tristes y el calor de las 2 de la tarde, y con una caterva de personajes reales e imaginarios.

Aracataca (Colombia). Al cumplirse el pasado 5 de junio los 50 años de publicación de Cien años de Soledad, al otro lado de la ficción queda un pueblo en el que sus habitantes son de carne y hueso, los curas no levitan, ni las Remedios la Bella ascienden al cielo, aunque todos sueñan con que algún día su estirpe tendrá una segunda oportunidad sobre la tierra, y que la holgura y la riqueza de los años idos volviera a sus calles, y con ella la felicidad y la esperanza, tantas y tantas veces evocada.

Aracataca: ese es el espejo en el que se miró Gabriel García Márquez para construir la tan anhelada novela que empezó a gestar cuando trabajaba en el Universal de Cartagena de Indias. Ahí se encontraría con su inolvidable maestro Clemente Manuel Zabala, el famoso hombre del lápiz rojo que le destrozó su primer texto, y que lo llevaría por los caminos de la literatura junto con Gustavo Ibarra Merlano y Héctor Rojas Herazo.

La casa de todo un pueblo.

De aquel mamotreto que alguna vez se llamó La Casa, y cuyo final nunca se concretó, saldrían las muchas novelas que el Nobel escribiría a lo largo de su vida, pero todo siempre apuntó a su origen: Aracataca.

Hoy, tras 50 años de publicada la novela, varios lugares mencionados o evocados en el texto se pueden identificar en la vida real del pueblo en el que el autor, quien nació un 6 de marzo de 1927, vivió sus primeros y trascendentales años: el río, la botica del doctor Barbosa, la calle de los turcos, las antiguas residencias de los gringos y la casa de Antonio Daconte.

A esos lugares se unen aquellos que han surgido de la propia ficción como el parque Remedios la Bella, la tumba de Melquiades, construida en 2010, y que se complementan con elementos relevantes como los relacionados con la biografía del autor de El Amor en los tiempos del cólera, tales como la Casa del Telegrafista y la escuela Montessori donde aprendió a leer y escribir, y por supuesto la Casa Museo, reconstruida en 2010 por arquitectos de la Universidad de Magdalena, ubicada donde vivió el escritor hasta los 7 años con su abuelo Nicolás Ricardo Márquez y su abuela Tranquilina Iguarán Cotes.

En el patio de esa casa está todavía un viejo y alto castaño, y hay cerca de 132 piezas que evocan la figura del narrador.

Además, quien admire la ficción contada en Cien años de soledad, y camine algún día por las calles de Aracataca, sentirá el calor de las dos de la tarde y se topará con los almendros tristes, que con el paso del tiempo se van tornando rojos hasta volverse indispensables en ese paisaje garciamarqueano.

De igual manera, algunas costumbres evocadas por el escritor en sus novelas siguen intactas, como es el caso de los volantes, que hacen estragos en La hojarasca y que todavía son un medio inclemente para dejar fuera de juego a cualquiera que pretenda ingresar en política y tenga algún asunto turbio en su historial.

Tierra de hipérboles

Los cuadros de pintores artesanales, las ediciones piratas de Cien años de soledad, y las múltiples evocaciones de Macondo en restaurantes, esquinas, letreros, y comercios tienen en Aracataca una dimensión hiperbólica, uno de los recursos clave en la ficción que cuenta la historia de los Buendía.

Pasear una noche por Aracataca y que de pronto se alce una voz en una esquina para ofrecer una edición de Cien años de Soledad y comprobar que es una edición pirata, sobrecargada en sus páginas interiores, con las comillas malogradas, tiene más conexión con la ficción que con la propia realidad. Pero, como sucede en muchos capítulos del Quijote, aquello es posible porque se está en una zona de encantamientos.

Además, la evocación de la memoria del Nobel es una especie de ritual en este poblado, ubicado a tres horas de Barranquilla en bus, y que pertenece al departamento del Magdalena.

Por muchos años hubo un resentimiento en los pobladores, quienes creían que el escritor los había abandonado a su suerte, y que en su poder estaba el restituir a su pueblo originario de una segunda oportunidad, en un entorno en el que la peste del olvido es quizá de las peores herencias con las que carga el sitio que parió al único Nobel de Literatura colombiano.

Así que cuando en 2007 volvió, después de más de 25 años de ausencia, el tren se desbordó de gente y los cataqueros tuvieron la impresión de que los vientos de la prosperidad retornarían una vez más, como cuando predominaban en los viejos tiempos de las compañías bananeras.

No fue así, pero se hizo una tregua en aquel resentimiento, y los cataqueros comprendieron que el desarrollo de su pueblo, al lado de las claves magistrales de la ficción heredadas de Cien años de soledad, solo tendrían sentido si se remangaban y se ponía a trabajar para hacer de su tierra un destino turístico cultural, que mostrara a los visitantes ese doble camino garciamarqueano: la realidad y la ficción.

El cataquero tiene una característica imperdible: su calidez y su espíritu insobornable ante las adversidades.

La iglesia de San José es un lugar de visita obligatoria para quienes visitan Macondo, pese a que no fue en ella donde el padre Nicanor levitó.

En efecto, si durante el día en Aracataca predomina ese aliento de preocupación y lucha por vencer las limitaciones, la noche todo lo transforma y la tristeza se torna en alegría, la incertidumbre en esperanza, y el desamor en ilusión, todo al calor de esos interminables vallenatos que vienen de Santa Marta y de Valledupar.

Para un verdadero lector de Cien años de soledad visitar Aracataca tal como está hoy, con su pobre infraestructura hotelera, su olvido gubernamental, la falta de restaurantes a la altura del mercado internacional, e incluso la ausencia de un plan que articule la ruta Macondo que tanto han ambicionado, es una oportunidad para irse a hurgar cómo fue posible que en ese lugar olvidado por los dioses, surgiera la voz más importante de las letras latinoamericanas del siglo XX.

Sin Aracataca, como tantas veces lo dijo García Márquez y quedó plasmado con creces en Vivir para contarla, no hubiera sido posible Cien años de soledad ni gran parte de la mejor ficción de este escritor.

La ruta de Aracataca, con sus mariposas amarillas o sin ellas, con sus almendros tristes, con sus Petras multiplicadas en los barrios y con ese hálito que se percibe en cada uno de los pobladores, que algún día la magia de Cien años de soledad los salvará del olvido eterno, es para un lector de Gabriel García Márquez la ineludible posibilidad de palpar y respirar todo el imaginario que alimentó la obra magna del creador de Macondo. Es recrear las sucesivas e interminables estirpes de soñadores, empezando por aquellos que aún viven en el lugar que desató toda la caterva de imaginaciones, y que hacen que realidad e invención se entrecrucen con tal intensidad, que a veces no es posible distinguir una de otra, hasta que se cae en la cuenta de que se está en Aracataca-Macondo, el oasis donde el boom encontró a su insigne y mejor creador, y donde el tiempo muchas veces se vuelve más corrosivo que en la ficción.

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