Los indignados son más y pueden cambiar la historia

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Desde hace meses, el gobierno del presidente Juan Carlos Varela, intenta convencer al electorado ‒principalmente los más jóvenes‒ de que el país marcha sobre camino seguro y que desde el exterior la población panameña es vista con supremo respeto. Pero, graves y sucesivos escándalos financieros, y los vicios en el perturbado sistema de Justicia han demostrado exactamente lo contrario.

En la escala de la degradación aparecen partidos políticos que son el blanco de chantajes y sobornos de los poderes fácticos, y el cumplimiento de una agenda antinacional en la que aparecen reducidos valores como soberanía, desarrollo, equidad y defensa de recursos que describen los bienes patrimoniales de la nación. A ello se suma la percepción de inseguridad jurídica y pública.

Por todo lo anteriormente expuesto, es posible afirmar que Panamá está en el centro de una vorágine que le impide definir un horizonte político claro con miras a las elecciones generales de mayo de 2019. La fragmentación del movimiento popular y la falta de propuestas y candidatos presidenciales coherentes favorecen los planes del oficialismo para sostenerse en pie.

Pese a la pérdida de imagen, al rápido desgaste de la actual administración y las evidencias de manipulación de la Justicia, el gobierno dispone de fuerza y capacidad para echar mano al comodín de la Constituyente, si el panorama se torna gris y la ingobernabilidad llega a un nivel intolerable. Lo primordial para el gobierno es la defensa de las elites del capital financiero.

El movimiento social carece aún de las herramientas y los niveles de organización necesarios para cambiar el modelo de latrocinio que ha prosperado, lo que dificulta dar un rápido giro de timón en la conducción del Estado, mientras que la población vive aturdida por la banalidad y el dominio mediático de grupos que manejan el poder económico y los hilos del insano clientelismo político.

En ese clima negativo, las esperanzas de la población de ver redimidas sus aspiraciones empiezan a desvanecerse. En el diario vivir y en hechos concretos, la mayoría ha comprobado que los resultados que emanan de las urnas cada cinco años no son necesariamente equivalentes a democracia, y que el poder sigue en manos de depredadores de los recursos estatales.

Pese a ello, dar la espalda a los torneos electorales no es el mejor camino ni la respuesta más adecuada es la indiferencia o la resignación. La masa de votantes que comparte la indignación tiene la posibilidad de generar resultados diferentes, en vez de despreciar abiertamente un torneo que incidirá en la definición del panorama político repleto de amenazas y confrontaciones.

Los grupos dominantes ensayan en distintos escenarios la forma de repetir en el 2019 y harán lo posible para bloquear iniciativas que intenten restarle esos espacios. Ello explica la apuesta por segmentos juveniles de las capas medias a quienes desean sumar a través de protestas cívicas o religiosas, para capear el temporal de las movilizaciones de lucha organizada de resistencia social.

Ni la represión, ni el ultraje impedirán eternamente que germine el anhelo de liberación nacional. Pero se necesita una alta dosis de unidad de las fuerzas sociales para vencer la pobreza, terminar el engaño y derrotar el entreguismo en un país tomado por una clase corrupta, que acepta la ocupación del suelo patrio por tropas extranjeras y desprecia el mandato de soberanía de los mártires.

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