Kuna Yala y los dos mundos de Dibinyi

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Joven Indígena canta una composición musical romántica. (Foto: Osvaldo Rodríguez / Prensa Latina).

Por Osvaldo Rodríguez

Gaigirgordub, Panamá (Prensa Latina) – Dibinyi Guillén comparte sus dos mundos: de un lado la gran ciudad colmada de autos modernos, donde telecomunicaciones y desarrollo citadino ofrece comodidades; y del otro, su aldea detenida en el pasado tradicional, a solo dos horas de camino.

Aglidubu es su isla, en el extremo occidental de la Comarca Kuna Yala, una de las 49 habitadas del archipiélago, donde 365 similares y la franja de tierra continental de 373 kilómetros de largo y 20 de ancho, conforman parte de lo que algún momento los antepasados cercanos intentaron convertir en la República Dule.

El adolescente de 15 años habla con los amigos y vecinos del caserío en dulegaya, el idioma nativo de su pueblo, mientras disfruta mecerse en la hamaca de fibra tejida donde duerme, y corretear por las estrechas veredas entre las casas hechas de hojas de un tipo de palma y paredes de caña brava.

El poblado de 700 habitantes ocupa casi todo el islote de unos dos kilómetros cuadrados, golpeado por el oleaje y la suave brisa del Mar Caribe, pero protegido de la marejada en el recodo del golfo Kuna Yala, cuando el mal tiempo azota el archipiélago que se extiende desde las cercanías de la vecina Colón hasta la frontera con Colombia.

Dibinyi tiene el ansiado transporte de los niños kuna: un cayuco tallado en el tronco de un árbol, con remos rústicos que le permiten deslizar la embarcación hasta el río en busca de agua dulce, llegar al pesquero donde capturar algunos ejemplares para la comida o simplemente un trampolín para zambullidas en las cálidas aguas.

Este tipo de botes son empleados principalmente por mujeres y hombres para sus faenas diarias, e, incluso, algunos colocan una pequeña vela que les permite la rápida marcha sin grandes esfuerzos, aunque la pesada carga de a bordo ralentice la navegación.

Lo “nuestro” sustituye habitualmente a lo “mío” en la apacible vida de Aglidubu, donde tierras de cultivo y pesca son de explotación y distribución colectiva, en una organización social en la que todos aportan al trabajo o en su defecto deben pagar un impuesto por no participar en las convocatorias comunitarias.

“Algunos de otras islas nos llaman atrasados”, explicó Diguar Sapi, el padre de Dibinyi, al referirse a que las estrictas reglas de la isla rechazan la apertura a una “civilización” que penetra cada vez más a la Comarca, a pesar de sus leyes encaminadas a proteger la cultura autóctona, pero difícil de blindar del mundo exterior.

Democracia de un pueblo originario

En la democracia comarcal se respetan las leyes nacionales a través del Congreso General, máximo representante del pueblo, pero existe un propio código de obligatorio cumplimiento por habitantes y visitantes, al tiempo que preservan la autonomía de las islas donde los sailas (autoridad) protegen normas locales.

Nada se impone, todo se acuerda en una envidiable colectividad en la cual la voz de cada uno de los pobladores tiene igual valor, y los asuntos comunitarios llevan el respaldo de la mayoría, que con respeto escucha el consejo de sus mayores y acuerda lo que considera la mejor decisión.

En Aglidubu, pocos hablan español, pero saludan a los forasteros en su lengua o con un simple movimiento de cabeza y una sonrisa, cuando al amanecer se cruzan en el camino, porque todos fueron informados previamente quiénes eran los extranjeros que deambularon varios días por su isla.

La seguridad, garantía de una estancia feliz y la libre circulación por el caserío con las atenciones necesarias, fueron instrucciones de las autoridades que los pobladores cumplieron con la exquisitez del excelente anfitrión.

Los sailas dedicaron una sesión especial para ofrecer la bienvenida a los recién llegados en la casa comunal, una suerte de palacio administrativo y religioso, cuya propia arquitectura representa la estructura político social del pueblo, mientras solo el tamaño y altura se diferencia de las viviendas que lo rodean.

“Mi nombre es Alberto Vázquez”, dijo en español el vocero del Congreso General, quien en su lengua hizo gala de la ancestral filosofía kuna al referirse a lo que contarán los visitantes de su estancia en la isla, donde compartieron en el seno de las familias tradicionales; “hablarán la verdad de cómo vivimos”, aseveró.

La rebeldía duerme tras los nobles gestos y actuaciones cotidianas de los indígenas kunas del antiguo San Blas, quienes preservan su cultura en esta franja costera del nororiente panameño, disputada por la llamada civilización occidental, que debieron defender en febrero de 1925 en la llamada Revolución Dule.

Las cristalinas aguas del Mar Caribe marcan la belleza de la comunidad asentada caprichosamente en las islas, en una misteriosa relación con el mar, o tal vez fue la forma de sentirse mejor protegidos de sus enemigos, a pesar de que desde el agua hasta el sustento deben buscarlo fuera de sus playas.

Esta no es la cuna del milenario pueblo, cuyos orígenes algunos ubican en las llanuras del río Atrato (Ogigidiuar en su lengua), en el Chocó colombiano y se afincaron en la húmeda selva de Darién, que defendieron de intrusos durante siglos.

Las constantes luchas con pueblos vecinos, epidemias y principalmente el enfrentamiento con los españoles en el siglo XVI, los hizo emigrar a otros afluentes de la cuenca, aunque mantuvieron la lucha frontal contra los buscadores de oro y destructores de la vegetación de la tupida jungla.

En estos tiempos la Comarca Kuna Yala vive en paz consigo misma: cuidan de la Madre Tierra y extraen de ella lo necesario para la familia, en una perfecta armonía, donde alimento y techo en las cantidades necesarias son su riqueza material.

Tradiciones, turismo y tecnología

Vírgenes playas y las tonalidades de azul de los mares aledaños hacen del archipiélago un exótico lugar que atrae la mirada de turistas, quienes llegan hasta estos parajes para vivir una aventura individual alejada de guiones cinematográficos, pero con los ingredientes solo imaginados por el cine de ficción.

La economía comarcal se nutre principalmente de esos visitantes, para quienes reservaron en exclusiva algunas de las islas, donde hoteles rústicos e incluso en semejanza con la aldea tradicional indígena, hacen las delicias de quienes prefieren este tipo de vacaciones.

Aún en condiciones naturales, la vida moderna aconseja acompañar la industria con mínimas condiciones importadas de la llamada “civilización”, por ello las telecomunicaciones hacen posible el acceso a la telefonía celular e Internet, al menos en el área más visitada por los turistas y los islotes habitados de su periferia.

Mujeres kunas departen en forma amena. (Foto: Osvaldo Rodríguez / Prensa Latina).

Las lanchas de pasajeros con motores fuera de borda transitan en decenas desde los puertos costeros y mercados de alimentos, bebidas y combustibles, incluido gas doméstico, los que trasladaron a la cayería el ambiente citadino, como complemento de la agricultura y pesca de subsistencia.

En medio de tales contrastes, en Aglidubu algunas casas tienen paneles solares para la iluminación nocturna suministrados por un plan gubernamental, en una vivienda hay una parábola personal para la televisión satelital y en otra funciona un refrigerador doméstico activado por gas.

Aunque tal vez el uso del celular, junto al gusto de jóvenes por el rock, sea la mejor imagen del sincretismo cultural de un pueblo originario, que preserva sus orígenes sin renunciar a las bondades de las comodidades modernas, en su caso con una fuerte presión consumista desde las ciudades.

Es por ello que Dibinyi (hombre del agua, en dulegaya) vive insertado en dos mundos, porque en su vida capitalina le rodea lo material, en una sociedad que sufre las desigualdades de un sistema egoísta; pero, en su isla se alimenta de la espiritualidad del ancestral pueblo generoso, suficiente para ser feliz.

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