José Martí y Rubén Darío: más que un nexo literario

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José Martí y Rubén Darío

Por Ariel B. Coya

Managua (PL) – Antes que Cuba y Nicaragua se vieran hermanadas por sus respectivas revoluciones, ambas naciones encontraron un vínculo indisoluble en sus dos figuras históricas más universales: José Martí y Rubén Darío.

Fue una noche de 1893, en una luminosa habitación del Hardman Hall en la ciudad de Nueva York, cuando y donde se cruzaron por única vez los caminos de los dos poetas, que cambiaron para siempre la visión de América Latina.

“Fui puntual a la cita, en compañía de Gonzalo de Quesada, y entré por una de las puertas laterales del edificio donde hablaría el gran combatiente. Pasamos por un pasadizo sombrío, y de pronto, en un cuarto lleno de luz, me encontré entre los brazos de un hombre pequeño de cuerpo, rostro de iluminado, voz dulce y dominadora al mismo tiempo”, recordaría tiempo después Darío.

Habían pasado entonces cinco años desde la publicación de Azul, libro patriarcal del Modernismo, y dos del ensayo político Nuestra América, por lo que ambos ya se conocían aun sin conocerse.

De qué temas hablaron o qué impresiones compartieron en ese encuentro trascendió más bien poco, pero se sabe que Darío llamó al Apóstol de la Independencia de Cuba “Padre y Maestro”, y Martí le respondió: “Hijo mío”.

Dos frases que expresan acaso, simbólicamente, el nexo literario que recorre la obra de ambos.

A fin de cuentas, el poeta nicaragüense acabó consagrándose como el máximo representante de una nueva corriente literaria, al hacer florecer como nadie el Modernismo, con su inigualable maestría.

Antes, sin embargo, para que ese fenómeno ocurriese, el poeta cubano hubo de arrebatar y asimilar las anteriores escuelas literarias establecidas por el Romanticismo de la vieja Europa, para transformarlas y depositar la simiente de ese movimiento renovador.

Esa influencia, Darío la reconocía ya en 1888 (es decir, el de la aparición de Azul…), cuando manifestó que Martí escribe “a nuestro modo de juzgar, más brillantemente que ninguno de España o de América (…) porque fotografía y esculpe en la lengua, pinta o cuaja la idea, cristaliza el verbo en la letra, y su pensamiento es un relámpago y su palabra un tímpano o una lámina de plata o un estampido”.

Pero la reafirmó aún más en los años siguientes a la trágica muerte del autor de los Versos Sencillos en el campo de batalla en Dos Ríos el 19 de mayo de 1895.

“Quien murió allá en Cuba, era de lo mejor, de lo poco que tenemos nosotros los pobres, era millonario y dadivoso: vaciaba su riqueza a cada instante, y como por la magia del cuento, siempre quedaba rico”, expresó el poeta nicaragüense al calificar la obra martiana como un jardín de “piedras preciosas”.

Y subrayaba: “antes que nadie, Martí hizo admirar el secreto de las fuentes luminosas. Nunca la lengua nuestra tuvo mejores tintas, caprichos y bizarrías”.

“Tenía que vivir, tenía que trabajar, entonces, eran aquellas cascadas literarias”, añadía en alusión a los escritos martianos que publicaban el diario La Nación, de Buenos Aires, y otros periódicos de México y Venezuela.

“Allí aparecía Martí pensador, Martí filósofo, Martí pintor, músico, poeta siempre. Con una magia incomparable”, precisó Darío, quien no solo bebió de la influencia estética martiana, sino también de su ideario latinoamericanista como bien refleja el No proferido a Roosevelt en Cantos de vida y esperanza.

Para más paralelismos, ambos nacieron un mes de enero (Martí en 1853, Darío 14 años después) y ninguno llegó a cumplir los 50, pero aun tuvieron tiempo suficiente para dejar una huella indeleble.

Tras su tránsito a la inmortalidad, la América española no fue ya más posesión de España y la literatura en lengua castellana, profusamente renovada, tampoco quedó igual, al vibrar como nunca antes con la rebeldía de un profundo acento latinoamericano.

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