Fraile cuenta cómo fueron las últimas horas de Victoriano Lorenzo

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General Victoriano Lorenzo

El 21 de noviembre de 1902, conservadores y liberales firmaron el tratado de paz definitivo. El 28 de noviembre capturaron a Victoriano, quien había asegurado que retomaría las armas. Bayano digital reproduce este artículo, por su gran valor histórico.

Redacción La Estrella de Panamá
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A pocos meses de la separación de Panamá de Colombia, el 15 de mayo de 1903, el caudillo de origen coclesano y figura icónica de la rebeldía nacional, Victoriano Lorenzo, fue fusilado en la llamada Plaza de Chiriquí, a unos metros de la actual Plaza de Francia. En honor a su memoria, publicamos una carta fechada a dos días de su muerte, escrita por Fray Bernardino García de la Concepción, y que fue divulgada por ‘La Estrella de Panamá’ en su edición del 21 de mayo de 1903.

Panamá, 17 de mayo de 1903

Señor director de La Estrella de Panamá Presente

Muy señor mío y amigo:

Aunque tenía el firme propósito de no decir una palabra sobre el triste acontecimiento que tuvo lugar en la tarde del día 15 del mes en curso en la Plaza de Armas de esta ciudad y aunque sólo pretendía quedarme con la satisfacción que tengo de haber cumplido con el deber que mi carácter sacerdotal me imponía en día tan triste, me veo obligado a romper ese propósito ante las versiones y comentarios que algunas personas han hecho del estado en que el infortunado Victoriano Lorenzo en aquellos momentos se encontraba; y desearía fuera el periódico de su digna dirección, órgano imparcial, el que me prestara hospitalidad para poner las cosas en su lugar y dar un solemne mentís a aquellos que quisieron ver en estado de embriaguez al desgraciado reo, en aquellos fatales momentos: esta es la principal razón que me obliga a tomar la pluma y al mismo tiempo, el que alguno, ya inocente, ya intencionalmente, quisiera hacerme cooperador de lo que al reo se le quiere atribuir.

Desde el momento en que, en cumplimiento de mi deber, penetré en la prisión a las 9:30 a.m., nada absolutamente tomó el reo Victoriano, que no pasara por mis manos, excepto, desde la 1 p.m. hasta las 2 p.m., en que tuve que salir de la prisión dejando, a solicitud mía, en compañía del desgraciado, al muy RP Rector del Seminario, a quien supliqué hiciera mis veces mientras iba yo a traer el Santo Viático, que recibió Victoriano Lorenzo con edificación, arrodillado, contestando con entereza y claridad a las diferentes preguntas que le dirigí sobre los misterios de nuestra sagrada religión, como son testigos muchísimos que presenciaron el acto, quienes distintamente pudieron oír cuando, delante de la Hostia Consagrada, pidió perdón a los que él había ofendido y concedió con todo su corazón el más amplio perdón a los que le habían agraviado; a varios de estos testigos conocí al pasar por el patio que procedía a la prisión, pero en esta solo pude conocer por lo próximo que a mí estaban al señor general don RP Rector y al joven que me había acompañado en tan solemne acto, Horacio Méndez.

“Padre mío, vea: la muerte no me hace llorar y con el recuerdo de mi hermana lloro”.

Terminado este acto consolador, le hice sentar y, desalojada la prisión, le exhorté lo que mi conciencia me dictaba, pues el tiempo urgía y la hora se aproximaba.

En atención al calor sofocante que en la prisión se sentía y con el objeto de que no decayera su ánimo, mandé a traer, a petición suya, por tres o cuatro veces (no puedo afirmar si fueron tres o cuatro) tres o cuatro tragos de brandy (nada de botella), pagando una vez cuatro reales ($0.40), cuya cantidad de licor le daba en dos y hasta tres veces, junto con agua muy helada; continuando en la misma serenidad de ánimo que por la mañana tenía, como lo pude ver por las diferentes recomendaciones que me hizo, ya para su legítima esposa como para otras personas, y que yo en parte he cumplido, y las que me faltan cumpliré.

El señor reportero de El Mercurio puede atestiguar si en todo el tiempo que duró el reportaje observó alguna cosa que pudiera hacer creer el estado que se le quiere atribuir; los instantes eran preciosos y yo habría sido cruel y criminal si hubiera permitido que hubiera llegado a tal estado, pues precisamente lo que yo necesitaba era la completa lucidez de su inteligencia para discurrir bien en los cortos momentos de vida que le restaban.

Su pulso latía con regularidad a las cuatro y quince minutos (4:15 p.m.), como pude observar al presentarme su brazo.

¡Podía estar ebrio, cuando después de darme la última recomendación para la única hermana que tenía, ante cuyo recuerdo lloró, diciéndome: “Padre mío, vea: la muerte no me hace llorar y con el recuerdo de mi hermana lloro”, me ruega y suplica “Padre, no permita que me saquen de este lugar sin haberme reconciliado y hasta que no reciba su última bendición”.

El momento fatal se acercaba; faltaban 10 minutos y, sereno aún, me preguntaba ¿cuánto falta? ¿Qué hora es?

Yo, no teniendo el valor para decirle o, mejor dicho, obrando como cualquiera hubiera procedido si se encontrara en mi lugar, ocultando la hora, le contesté: “La hora se aproxima…. Valor”… y en aquel momento le entraron la comida que un cuarto de hora antes me había suplicado; pero en el mismo momento en que yo le aconsejo que comiera tranquilo, se presentó la escolta a la puerta de la prisión y, en aquel momento, es verdad, el hombre, es hombre, el hombre ama la vida, y aquel hombre de voluntad de hierro ve la escolta que le aguarda, que ha llegado el momento fatal, y entonces, una excitación nerviosa le obliga a pronunciar en voz alta: “quiero comer, que esperen”.

Pero al oír mi voz, que como padre le llama, testigos son varias personas que lo presenciaron, se levanta, me toma la mano, y acongojado, me dice: “Padre mío, ¿he ofendido a alguno con mis palabras?”. “Come tranquilo, hijo mío”, le contesté, y luego, él obediente a la voz del que manda la escolta, que declara llegada la hora, se levanta, ponse frente al Crucifijo, y tomándome por la mano, exclama: “Padre mío, ante esta imagen de Jesucristo declaro que perdono a todos y pido perdón a todos, y a nombre de todos déme usted un abrazo (que le di de muy buena gana) y su última bendición”.

Podía estar ebrio, quien después de estas palabras toma en sus manos el Crucifijo, lo besa y dice: “Vamos padre mío, es la hora, no me abandone”.

Podría estar ebrio quien, en vista del patíbulo, me dice: “Padre mío, ¿qué debo de rezar?” ¿Podía estar ebrio quien repite todas las palabras que yo le iba diciendo?

¿Podía estar ebrio cuando, atado ya a la silla, me llama y me dice: “Padre, no puedo poner sobre mi pecho el Crucifijo”?, el cual le puse sobre su corazón.

¿Podía estar ebrio, cuando no faltando sino tres o cuatro segundos para entregar su alma al Supremo Hacedor, repite las palabras que yo le dicto: “Jesús mío, en tus manos encomiendo mi espíritu”?.

Dícese que cuando salió a la plaza caminaba con paso inseguro; no es verdad, pues inmediatamente de salir de la puerta del cuartel, al ver yo la impresión que le causaba la multitud que le contemplaba, le dije ‘hijo mío,… recuéstese en mí’, al tiempo que lo sostenía por el brazo, a lo que él con entereza me contestó “no, padre mío, estoy tranquilo, cúmplase la voluntad de Dios”.

Dícese que estaba demudado cuando dirigió su palabra, es verdad; pero póngase cada uno en su lugar y la consideración de la muerte que le espera es suficiente para alterar al más valiente.

Yo no me separé de él en todo el día; yo que sé cómo él pensaba; yo que pude conocer a fondo la entereza de su carácter, la valentía de aquel corazón, protesto de lo que se ha querido atribuir y asimismo declaro que estaba en prefecto conocimiento de todo lo que sucedía y murió como un verdadero cristiano.

Creo, señor Director, que al dirigir a usted la presente, he cumplido con una obligación de conciencia.

Dios guíe a usted, y dándole las más expresivas gracias por dar acogida en su periódico a la presente, me suscribo de usted, afectísimo,

Fr. Bernardino García de la Concepción A.D.

 

Bayano digital complementa esta nota con un poema dedicado al cholo guerrillero.

 

Victoriano Lorenzo

Autor: Toracio P. Iturralde Sh.

 

Que tu voz inmortal

se yergue

sobre el eco soberano,

que guarden, las montañas,

los ritmos de tu canto.

 

Que gire tu semblante

sobre el pensamiento,

que renazca en cada flor,

y tu sangre,

repartida entre dedos,

llame a la conciencia

y al honor.

 

En cada verso,

en cada sílaba

que no pudo ver el sol

y que duermen,

aún, contigo, en el éter,

se levanta la lucha

por el amor.

 

Que si tus poesías

no nacieron

porque la fuerza humana

lo impidió,

ellas se sintetizan

en tu nombre,

combatiente de los sueños,

de alegrías, de esperanzas

y de dolor.

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