Estar con el mundo

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Hay que estar en el mundo para cambiarlo.

Por Guillermo Castro H.

Utilizamos la palabra mercado muchas veces al día y, a menudo, la adjetivamos con otras como global, internacional o mundial. En esto es bueno, sin embargo, tratar de ser preciso. Habría que empezar por decir que el mercado es una estructura social que organiza el intercambio de bienes y servicios entre individuos y sociedades distintas. Como tal, existió desde mucho antes que el capitalismo, y seguirá existiendo cuando éste haya sido sustituido por otra forma de organización económica y social, en algún momento del futuro.

Es probable, por ejemplo, que centros ceremoniales prehistóricos como el de Stonehenge, en Inglaterra, y El Caño, en Panamá, hayan cumplido una triple función de encuentro periódico entre comunidades distantes para la renovación de vínculos religiosos y políticos, y para el intercambio de bienes de especial valor. En nuestro Istmo, por ejemplo, la sal producida en el litoral del Arco Seco durante los meses de verano debe haber sido tan valiosa, para los pueblos del Atlántico, como lo era, para los del Pacífico, el oro que lavaban en los ríos de su región, mucho más mineralizada que las sabanas del Sur.

El mercado mundial empezó a tomar forma tras la desintegración del imperio romano en el siglo V de nuestra era. Entre 1650 y 1850 se construyó el primero, de carácter colonial y una eficacia devastadora: el saqueo de las regiones colonizadas por sus colonizadores.

En todo caso, antes del siglo XVI no había un mercado mundial. Existían, sí –y habían existido durante siglos– lo que el geógrafo francés Fernand Braudel llamó mercados-mundo. Tales mercados organizaban el comercio interior de grandes regiones que contaban con un centro de poder político, militar, económico y religioso bien definido. Tal fue el caso del mercado-mundo mediterráneo organizado por el Imperio Romano. Tales, también, los casos de los mercados mundo persa, mogol en la India y chino en Eurasia, y lo mesoamericano y andino, en América.

Se trataba de comunidades inmensas, muy pobladas, capaces de proveer a sus propias necesidades, con moneda propia, y que sólo intercambiaban con el exterior bienes de muy alto valor agregado por unidad de peso, como la seda china exportada a Constantinopla y Roma. Para esas economías-mundo, en verdad, el comercio exterior no era un factor relevante en su desarrollo e, incluso, vendría a ser un factor decisivo en su decadencia.

Tras la desintegración del Imperio Romano en el siglo V de nuestra era, Europa Occidental ingresó en una etapa de crisis y desintegración, de la que emergió en el siglo XIV como una región fragmentada, empobrecida y aislada del resto de Eurasia por el control musulmán del Mediterráneo Oriental.

En otros términos, se trataba de una región que sólo podía progresar a cuenta de un comercio exterior bien financiado con metales preciosos.

El mercado mundial empezó a tomar forma a partir de esa necesidad. Su proceso inicial de formación abarcó lo que Fernand Braudel llamó “el siglo XVI largo”, que discurrió desde mediados del siglo XV hasta mediados del XVII; esto es, de 1450 a 1650. Los viajes de los portugueses a la India, bordeando África por el Sur, el de Colón al Este, navegando hacia el Oeste, y la vuelta al mundo de la expedición de Fernando de Magallanes entre 1519 y 1521, forman parte de la dimensión épica de esta fase inicial.

De eso resultaron, por un lado, el establecimiento de enclaves comerciales europeos en Asia y África, y la conquista y ocupación de América por españoles y portugueses. Esto último tuvo especial importancia porque América no había ingresado aún a la edad de los metales, y sus principales yacimientos de oro y plata estaban virtualmente intactos. Los metales preciosos americanos proveyeron a Europa de la capacidad de ampliar con rapidez la monetización de sus economías y esto, a su vez, les permitió incrementar su inversión productiva y su comercio a larga distancia, sobre todo en regiones como Holanda e Inglaterra, que tenían poco que perder y mucho que ganar en ese proceso.

De ahí resultó para nosotros, también, un fenómeno de larga duración que tendríamos que conocer y comprender mejor en sus consecuencias presentes. La conquista de nuestra América por España fue el canto del cisne del último gran mercado-mundo europeo, como el proceso de colonización de la costa Este de Norteamérica por los ingleses –simbolizado en el viaje de los emigrantes puritanos del Mayflower en 1620– fue el canto del gallo de la primera sociedad creada por el capitalismo para el capitalismo.

Ingresamos al mercado mundial como criaturas de la Contrarreforma austro-española, que despilfarraría, en sus luchas contra la Reforma luterana y anglicana, los recursos que les proporcionarían sus dominios en América. Nacimos de una derrota ajena, y tendremos aún que consolidar las –victorias que hemos venido obteniendo contra esa circunstancia–, de Bolívar, Hidalgo y San Martín acá.

Aquella derrota ajena, en efecto, devino crucial para hacer de la producción industrial y el comercio a larga distancia los pilares sobre los cuales se construyó entre 1650 y 1850 el primer mercado mundial en la historia de la humanidad. A esto se refería Carlos Marx en 1858 cuando, en carta a Federico Engels, observaba que:

La misión particular de la sociedad burguesa es el establecimiento del mercado mundial, al menos en esbozo, y de la producción basada sobre el mercado mundial. Como el mundo es redondo, esto parece haber sido completado por la colonización de California y Australia y el descubrimiento de China y Japón.

En su primera fase, ese mercado tuvo un carácter colonial, de una eficacia devastadora en el saqueo de las regiones colonizadas, por parte de sus colonizadores. Un país pequeño, como Holanda, llegó a controlar por entero a Indonesia, mientras otro grande, como Francia, financiaba su brillante desarrollo monárquico con los ingresos provenientes de una isla tan pequeña como Haití.

Durante su fase internacional, las relaciones del intercambio serían tuteladas por los Estados nacionales en un conflicto constante entre proteccionismo y libre cambio, hegemónico tras la II Guerra Mundial.

La organización de este mercado colonial culminó en la Conferencia de Berlín, de 1884, que permitió a las grandes potencias europeas de la época repartirse todos los territorios de África, salvo Etiopía. Para entonces, sin embargo, ya emergían los primeros elementos de una forma nueva y más compleja de organización del mercado mundial como un mercado internacional.

En esa nueva forma –que se inicia con la multiplicación de los Estados nacionales a partir de la Revolución Francesa, incluyendo los hispanoamericanos– los intercambios fundamentales ya no se harían entre las potencias coloniales y sus colonias sino entre mercados nacionales tutelados por sus respectivos Estados, en un constante conflicto entre proteccionismo y libre cambio.

Este mercado de organización internacional vendría a ser hegemónico después de la II Guerra Mundial, cuando la comunidad internacional pasó de los 48 miembros que firmaron la Carta de las Naciones Unidas, en 1945, a los cerca de 200 Estados –con sus respectivos mercados– existentes en el mundo de hoy.

Desde fines del siglo XX, el mercado mundial ha ingresado en una nueva fase de cambio y transformación. Ahora, el desarrollo de las tecnologías de la información y las comunicaciones propicia el funcionamiento de la economía mundial como una entidad integrada, que opera en tiempo real, acelerando y dinamizando todos los procesos de inversión, producción y circulación de mercancías a escala planetaria, imprimiendo a ese proceso una rapidez sin precedentes en la incorporación del conocimiento a la actividad productiva.

Esto, a su vez, reviste consecuencias políticas y culturales de gran complejidad. Podemos mencionar tres. La primera: el desplazamiento del centro hegemónico del mercado mundial en esta etapa de su desarrollo. En su fase formativa, ese centro estuvo en Holanda; en la colonial, en Inglaterra; en la internacional, en los Estados Unidos, y en la global tiende a desplazarse hacia la región de Asia-Pacífico, que abarca Estados tan diversos como India, Singapur, China, Corea y California.

La segunda característica consiste en que, si antes los Estados tutelaban sus mercados, ahora las grandes corporaciones transnacionales se esfuerzan cada vez más por tutelar a los Estados nacionales y ponerlos a su servicio. Esta transición ocurre de manera sorda –como la negociación secreta del Tratado Internacional de Servicios–, y aun sórdida, como la recurrencia al soborno y la corrupción a gran escala en todo el planeta, que tanta repercusión está teniendo en nuestros países.

Las grandes transnacionales se esfuerzan cada vez más por tutelar a los Estados nacionales y ponerlos a su servicio, una transición en sordina, que genera problemas ambientales y sociales interconectados entre sí a escala planetaria.

La tercera característica consiste en que esa transición genera problemas ambientales y sociales estrechamente interconectados entre sí a escala planetaria. Estos problemas son de tal complejidad que, si por un lado escapan a la capacidad de control de los Estados nacionales y los organismos internacionales, por el otro no pueden ser revertidos por las grandes corporaciones que los provocan, en la medida en que dependen del acceso masivo, y a bajo costo, de recursos naturales y agropecuarios para mantener su rentabilidad.

Tiempos difíciles estos, por lo nuevos, y los desafíos que plantean. La dificultad primera es la de entenderlos en lo que son. Fuimos educados y formados para el mundo del mercado internacional y, a menudo, no contamos con las ideas ni con los conceptos adecuados para pensar y comprender el mundo del mercado global que va tomando forma en torno nuestro.

Hoy, como nunca y cada día, hay que aprender a razonar fuera de la caja; esto es, desde la racionalidad de los movimientos sociales que se resisten a la globalización como la entienden y practican las corporaciones transnacionales. Fuera de la caja, en efecto, es donde podremos entender y atender mejor a la clara y temprana advertencia de José Martí en 1889, cuando empezaba a deshacerse el mercado colonial y Estados Unidos emergía como la potencia que sería rectora del mercado internacional:

“Algo en América manda que despierte, y no duerma, el alma del país. Hay que andar con el mundo y temer al mundo. Negársele, es provocarlo”. De eso se trata cuando decimos, desde la perspectiva del Sumak Q’awsay (Buen vivir) y el desarrollo sostenible de nuestra especie, que es necesario crecer con el mundo para ayudarlo a crecer de un modo que nos permita prosperar con todos, y para el bien de todos.

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