Educación malograda

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Desde que en 1978 la población panameña presenció el derrumbe del proyecto de Reforma Educativa, que proponía un salto cualitativo en la Educación para enfrentar los retos de las próximas décadas, el país vive sumergido en una penosa orfandad que se traduce en desventaja nacional colectiva. Un rápido diagnóstico ayuda a identificar una crisis en la que afloran la falta de consensos, resquebrajamiento del sistema, débiles programas de formación pedagógica, deterioro de las instalaciones de enseñanza, déficit cognitivo, fracaso estudiantil, huelgas y demandas economicistas de los gremios de docentes, y corrupción administrativa.

En el 2018, el presupuesto del Ministerio de Educación alcanzó los 2.293 millones de dólares, un 6,2 por ciento más que en el año anterior, para ser destinado al funcionamiento de la institución y al ajuste salarial de los educadores. Sin embargo, el Estado enfrenta un serio lastre que condiciona esos recursos: más de 20.000 jóvenes desertan todos los años de la escuela y son el caldo de cultivo de las pandillas en los barrios, mientras que más de 45.000 repiten o fracasan el año escolar a causa de deficiencias en el aprendizaje. Las cifras oficiales revelan que el porcentaje de fracasos en el sistema público es cuatro veces mayor que en el privado.

Los problemas que se reflejan en el pobre rendimiento estudiantil y el deficiente aprendizaje van rezagando al país en materia tecnológica y dominio de nuevas capacidades, y es cada vez más evidente que ante la falta de un proyecto nacional el apostolado y los sacrificios son sustituidos por antivalores. Aunque ese déficit no es exclusivo de Panamá, llama la atención la pérdida de tiempo para encarar con seriedad esos desafíos a través de propuestas coherentes que den un vuelco importante. Se necesita más que dinero para cambiar el panorama desolador y animar a los jóvenes a ser protagonistas capacitados, en procura de una sociedad justa y digna.

Tal vez, convenga preguntar a la gente qué quiere de la Educación, para construir un modelo deseable. Una pista la ofrece el Rafael de Hoyos, economista principal del Departamento de Educación para América Latina del Banco Mundial, quien presentó tres medidas de política pública para abordar la crisis educativa regional: 1. Aprender más sobre el nivel de aprendizaje para que su mejora sea un objetivo formal y medible. 2. Basar el diseño de políticas en la evidencia para lograr que las escuelas estén al servicio del aprendizaje de los estudiantes. 3. Construir coaliciones y alinear a los actores para que todo el sistema favorezca el aprendizaje.

Cabe preguntar, además, qué clase de ciudadanos y ciudadanos se forma en las aulas y cuánto aman o están dispuestos a defender a su país, donde los intereses foráneos se han volcado para aplicar una política de despojo y doble rasero. Si la población no es capaz de ponerse de acuerdo para resolver estas cuestiones, no debe esperar resultados académicos distintos a los que ha obtenido hasta ahora. Hay un grave riesgo de que decenas de miles de personas con pobre o nula calificación profesional y técnica se conviertan en esclavos. Es inaceptable que los sueños libertarios de los mártires terminen desdibujados en una Educación repetitiva.

La enseñanza es vital en cualquier país con aspiraciones de crecimiento y está demostrado que para avanzar en el diseño estratégico se requiere la determinación clara de dejar atrás la forma tradicional de enseñar en los planteles. Esa noción debe ser reforzada con una buena inversión pública, el reclutamiento de maestros y directivos de la más alta calidad, un pago digno, la capacitación técnica permanente y un sistema de estímulos y supervisión a favor de los docentes, así como la aplicación de mecanismos para impedir que centros educativos sean usados para chantaje, fraude y negocios turbios, y manipulación política.

Sin una Educación con altos estándares de calidad, los panameños y panameñas no llegarán a ninguna parte, ni estarán seguros de ser los legítimos timoneles de la nave del futuro, en un mundo en el que las pautas están dictadas por el dominio del conocimiento científico y el necesario abandono de las prácticas clientelistas que han encadenado durante varias décadas a los planificadores de la enseñanza. Es necesario comprender esa realidad para poder cambiarla, antes de que la improvisación gane terreno.

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