Cómo la arrogancia acabará con nuestra civilización

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Un turista fotografía las figuras del Ahu Tongariki en la Isla de Pascua. (Foto: Josh Haner / The New York Times).

Por Roy Scranton
El Mundo

¿Era la vida antes de la modernidad mejor que la nuestra? El autor reflexiona sobre ello en el bosque, en la playa, antes de volver al ordenador, al wifi, el aire acondicionado y el inodoro con desagüe. El mundo, muy pronto, volverá a ser de nuevo totalmente distinto.

Roy Scranton es autor de “Estamos condenados. ¿Ahora qué? Ensayos sobre guerra y cambio climático”.

Desde donde nos alojamos se puede ir caminando hasta la playa. Es una larga lengua de arena de color parduzco, a lo largo de la cual se alinean multicolores casas de verano, aburridos condominios color blanco y negro, y monstruosas McMansiones [mansiones de bajo coste y dudoso gusto] azules cuyo brillo se percibe desde la Península Delmarva.

Al otro lado de la arena se agita implacable esa inconcebible masa de agua verde grisácea que cubre casi tres cuartas partes del globo, y que un día fue frontera entre lo conocido y lo desconocido. Un espacio límite de misterio y terror, ahora domesticado ‒o eso creemos‒ y convertido en parque de atracciones vacacional. Hay socorristas, eso sí, chavales esbeltos de descuidado bronceado, y, al norte, asomando por encima de los árboles bajos, torres que fueron levantadas para defender la costa americana de los submarinos nazis.

En 10 minutos la autopista te conecta con un outlet, un Walmart y un cine con la última película de superhéroes en cartelera. Caminamos de casa a la playa y de la playa a casa, azotados por las fuertes ráfagas de viento atlántico y las picaduras de las moscas, preparamos la cena, ponemos el bebé a dormir, echamos una partida a un juego de mesa, y, finalmente, nos sumergimos en nuestras pantallas, cada uno agazapado en su esquina del salón, en la penumbra. La luz de la tableta, del teléfono, o del ordenador ilumina nuestras embobadas miradas.

Hace 500 años la gente no creía en el progreso. No creían en la libertad individual, la autonomía del ser, la libertad de los mercados, los derechos humanos, el estado, o el concepto de naturaleza como algo distinto a la cultura. Vivían sin electricidad, refrigeración, coches, wifi, series o películas a la carta, policía, leche homogeneizada, antibióticos, o incluso The New York Times, y fueron casi totalmente barridos de la faz de la tierra tras siglos de campañas de desplazamiento y genocidio en lo que forma la espina dorsal de la historia norteamericana desde 1492 hasta el final de las Guerras Apaches en 1920.

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