Pinochet no pudo silenciar a Prensa Latina

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Bombardeo al Palacio de La Moneda en 1973.

Por Omar Sepúlveda y Jorge Luna
Colaborador y periodista de Prensa Latina

Santiago de Chile, 8 sep (Prensa Latina) – La corresponsalía de Prensa Latina en Chile fue asaltada por militares golpistas el 11 de septiembre de 1973, hace ahora 50 años, pero su voz al servicio de la verdad nunca pudo ser silenciada.

Vivir ese golpe, así como los casi tres años de desestabilización del gobierno de Salvador Allende, y relatar esas vivencias medio siglo después es, más que un testimonio personal, un reclamo de justicia y memoria para miles de víctimas de la dictadura chilena.

Tras 50 años y por primera vez, Omar Sepúlveda, chileno, y Jorge Luna, peruano, entonces jóvenes reporteros de Prelagoch (identificación interna de nuestra corresponsalía), rememoraron, desde Chile y desde Cuba, vía internet, algunos momentos de esa jornada.

La oficina fue allanada por 21 soldados -provenientes del bombardeado Palacio de La Moneda- que acababan de destruir con saña la colindante sede de la revista Punto Final, dirigida por Manuel Cabieses, y que, a culatazos, llegaron a nuestra puerta. Exigían que bajáramos “pa’l camión”, que nos llevaría no se sabe adónde.

Durante esa operación militar, en que nos negamos a abandonar la corresponsalía, estaban, además de nuestro Corresponsal-Jefe Jorge Timossi, periodista y escritor argentino, los colegas Pedro Lobaina y Mario Mainadé, cubanos, y Orlando Contreras, chileno que había llegado al país recién la víspera.

Minutos antes del allanamiento

La única mujer del equipo, la periodista chilena Elena Acuña, debió abandonar, a regañadientes, la oficina por instrucciones de Timossi, quien sospechaba un inminente allanamiento y para protegerla le pidió poner a salvo documentos de la agencia para su eventual envío a la central en La Habana.

Cumplió con éxito esa peligrosa misión, pues, para ello, debió caminar frente a la entrada principal del sitiado Palacio de Gobierno, mientras se cumplía un breve cese del bombardeo aéreo.

Timossi hablaba por teléfono con asesores de Allende cercados en La Moneda en llamas y transmitíamos los informes a nuestro corresponsal en Buenos Aires (Prelabaires), el periodista cubano José Bodes Gómez, fundador de la agencia, quien los retransmitía a La Habana.

La solidaridad

Prelagoch fue objeto de numerosos gestos de solidaridad por muchos chilenos preocupados por nuestra seguridad antes y durante el allanamiento.

Jorge Luna: Siempre recuerdo a Augusto Carmona (El Pelao) y su compañera Lucía Sepúlveda, redactores de Punto Final, quienes llegaron temprano para ofrecer su colaboración, pese al peligro en que se encontraba nuestra corresponsalía.

En varias ocasiones, la describimos como “la ratonera”, pues teníamos instrucciones de no resistir ni tampoco abandonar la oficina (¿?), algo aparentemente contradictorio pero que, al final, nos salvó la vida.

Al confirmarse la muerte de Allende —una noticia que nadie quería creer y menos transmitir— Timossi pidió a los amigos retirarse para evitar riesgos mayores, pero teníamos fotos de ellos, que ese mismo día pasaron a la clandestinidad y a la resistencia antifascista.

Cuatro años después, “El Pelao”, fue asesinado en las calles de Santiago.

Timossi también planteó a los integrantes del equipo que quien quisiera retirarse debía hacerlo en ese momento. Nadie se retiró.

El allanamiento

Los soldados entraron a gritos y empujones y nos pusieron contra la pared, manos en la cabeza, con sus fusiles en nuestras espaldas, en un agresivo simulacro de fusilamiento. Luego de registrarnos, ordenaron sentarnos en el piso en distintas esquinas.

En otro momento, pusieron a Lobaina, el más flemático de nosotros, y a Mainadé, el más ocurrente, como “escudos humanos” en el balcón durante un prolongado tiroteo. También lo hicieron con Contreras, quien alertó “Oye, aquí nos van a dar” (las balas), reclamo que los soldados desoyeron.

Sospechando que se trataba de una granada de mano, los militares le quitaron a Mainadé un obsoleto audífono, con el que atenuaba una antigua sordera crónica.

El Che

El sonido monocorde del teletipo y las cintas amarillas perforadas -que para los militares eran algo así como una transmisión en clave- asustaron a la tropa y su sargento pretendió relajar su ira y estrelló un retrato del comandante Ernesto Che Guevara contra una silla.

Sepúlveda no pudo contener su indignación y avanzó decidido a enfrentarse al militar. Pero, alguien gritó: “¡Omar, sólo es una foto!” contuvo su impulso.

Omar Sepúlveda: Con el tiempo logré comprender que mi reacción nos había puesto en peligro a todos, pero en ese instante respondí a lo que consideré un insulto a la memoria del Che. Al ver su retrato destruido en el suelo, actué y no pensé, lo que pudo habernos costado caro.

No recuerdo quien lanzó el grito salvador. Lo cierto es que impidió que la situación pasara a mayores. El mismo sargento decidió luego usarme como “guía”, a punta de fusil, para su recorrido por las dos plantas de la oficina, en la búsqueda de armas, mientras los demás seguían sentados en el piso con fusiles apuntando a sus cabezas.

Las fotos

Jorge Luna: Omar, también fue peligroso tu agitado diálogo con los soldados en el cuarto oscuro de nuestro laboratorio fotográfico. Yo los veía discutir, pero sin poder oírlos.

Omar Sepúlveda: Es que alguien dijo que había fotos revelándose, por lo cual no debía encender la luz. Los militares, a oscuras, revisaron y rompieron todo. Yo no lo sabía, pero había una pistola escondida en la lámpara de seguridad del cuarto oscuro y, de haberse encendido, se habría dibujado su negra silueta contra la anaranjada pantalla plástica.

Por eso, alguien que sí lo sabía me insistió en no encenderla. Solo supimos de la pistola más tarde, luego que la patrulla recibió orden de abandonar la oficina y se llevó a Timossi al Ministerio de Defensa, convocado allí junto a otros representantes de la prensa extranjera, para imponerlos de las restricciones informativas.

También recuerdo el enojo de Timossi contigo ese día, quizás por la tensión del momento, mientras tirabas fotos desde el balcón del piso 11 con medio cuerpo expuesto.

Jorge Luna: Veo que recuerdas que me costó un gran regaño de Timossi. Por poco me quita la cámara.

Esa mañana, saqué mi “Pentax” con teleobjetivo y, de apuro, registré una operación militar en la calle Ahumada, incluido un Carabinero acostado sobre un automóvil cuando disparaba en cualquier dirección. Vi publicada esa imagen después en varios medios.

Como fotógrafo aficionado, aprendí mucho con los fotorreporteros que en distintas etapas trabajaron en Chile, como los cubanos Tomasito García y Pablito Pildain, el uruguayo Naúl Ojeda y el chileno Guillermo (el Búfalo) Saavedra, todos muy profesionales y, digamos, “todo-terreno”. Más tarde, oímos los pases rasantes de aviones Hawker-Hunter sobre el centro de Santiago, pero -desde el balcón- no podíamos verlos. Así que salimos al pasillo, frente a los elevadores, donde había una ventana con vista a los techos de los edificios en torno a La Moneda -distante dos cuadras- a la espera de los aviones.

Ante el súbito estruendo del segundo o tercer pase, tiré en ráfaga, sin saber exactamente lo que había captado. No olvido las columnas de humo sobre el palacio de gobierno de Chile, algo insólito en la historia de América Latina.

Nadie durmió

Esa noche, a los dos nos tocó hacer la primera guardia, en la puerta de entrada de la oficina, para que los demás compañeros pudieran dormir aunque fuera un rato. Nos atormentaba el sorpresivo ruido del motor de los elevadores del edificio, ubicado en el piso superior, en medio del silencio de un inmueble que a esa hora se suponía vacío.

Al parecer, algunos inquilinos, temerosos de los registros militares, buscaban refugio en distintos apartamentos y pisos sin salir del edificio, conocido como Unión Central 1010, hoy renombrado Bombero Ossa.

Ráfagas de metralletas, tiros aislados, ulular de sirenas y el misterioso desplazamiento de vehículos con luces apagadas en pleno toque de queda, alteraban una larga noche en la cual ninguno de los periodistas pudo dormir.

Los vecinos

El miércoles 12 probamos bocado por primera vez desde el lunes, gracias a “Arturo”, un guatemalteco militante de la resistencia chilena, escondido en otro piso del edificio, quien nos sorprendió con una gran cazuela de arroz con lentejas y una caja de 24 botellitas de Coca Cola.

No sabíamos (ni preguntamos) de donde había salido la solidaria donación, pero -sentados en el piso alrededor de la olla- devoramos lo que -medio en broma y medio en serio- denominamos la “última cena”.

Igualmente nos sorprendió la fugaz y solidaria visita de unas “damas de la noche” de alto vuelo, que ejercían discretamente su profesión en otro apartamento del mismo piso, que llegaron con tazas de té caliente, indignadas por la destrucción de Punto Final y preocupadas por nosotros.

La partida

El jueves 13, más de 48 horas después del allanamiento, seguimos transmitiendo mensajes noticiosos por teléfono a Prelabaires. Luego, nos avisaron que seríamos trasladados a la sede diplomática cubana, distante unos 15 kilómetros, para eventualmente salir en la noche expulsados hacia La Habana.

OMAR SEPÚLVEDA: Esa tarde llamé por teléfono a mis padres y a mi entonces novia -hoy mi esposa- para despedirme.

Un coronel y su escolta (vestidos de civil) llegaron al anochecer, junto al cónsul cubano Jorge Pollo. Mis cinco compañeros se podían ir, pero yo no estaba en la lista. La alternativa era quedarme en la oficina o irme a la embajada en calidad de asilado.

Timossi me pidió que me encargue de cerrar la corresponsalía y finiquitar al personal de apoyo.

Minutos después, frente al elevador, me despedí de mis compañeros, uno por uno, casi en silencio. Compartíamos la misma emoción, pero la mía se quebró a los pocos segundos, cuando sucesivas ráfagas atronaron la calle y la noche…

Solo supe de ellos dos días después, el sábado 15, en una “ventana” del toque de queda, que pude caminar unas 30 cuadras hasta mi casa y esa noche vi por televisión la partida de mis compañeros hacia Cuba, donde seguirían trabajando en Prensa Latina.

La emoción se trocó en alegría. En las semanas siguientes, ayudé a Elena (Acuña) y su familia a salir del país y luego, con la valiosa ayuda de Manuel Villar, un joven teletipista chileno que llegó a ser un excelente periodista de Prensa Latina, me dediqué a cumplir la tarea encomendada: cerrar temporalmente la corresponsalía.

Jorge Luna: Tú y yo éramos los novatos del equipo y nos tocó cubrir los hechos de la calle, las marchas, las protestas, las movilizaciones y hasta bombazos y atentados. También participamos en casi todos los actos políticos de Allende y en la visita a Chile del comandante en Jefe Fidel Castro. Así nos hicimos amigos y compañeros.

La partida fue muy tensa. Aunque el futuro inmediato era incierto para los que íbamos en carros de la Inteligencia militar chilena hacia la embajada cubana, todos hicimos el viaje pensando en los riesgos que tú correrías en Chile.

Por suerte, libraste con habilidad y, poco después, pudiste salir de Chile y reincorporarte -durante más de 20 años- a las labores de Prensa Latina en varias plazas latinoamericanas.

La agencia que no pudo ser silenciada

Como únicos sobrevivientes de esos hechos, buscamos que este diálogo aporte a la rica memoria histórica de Prensa Latina y que sirva de homenaje a cuatro manos a nuestros compañeros, ya fallecidos, que merecen honor y gloria.

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