Panamá necesita avanzar hacia una política exterior seria

Omar Torrijos definió el camino y la ruta de liberación nacional que deben orientar a los panameñoss. En ese sentido, Panamá debe apostar por la integración latinoamericana y relaciones multilaterales congruentes con el derecho internacional.

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Jimmy Carter y Omar Torrijos, 7 septiembre, 1977. (Foto por la Casa Blanca).

Por David Carrasco

Tras diez años de un flojo y deplorable desempeño de la Cancillería panameña que minimizó su papel en las relaciones internacionales, Panamá debe emprender esfuerzos para enderezar su política exterior sumisa y subordinada a Washington.

Las primeras señales del nuevo gobierno en materia de política exterior generan un cúmulo de preguntas de los sectores sociales y políticos, que aguardan ansiosos una ejecutoria digna y valiente de la administración que el 1 de julio asumió el timón del Estado.

En primer lugar, habría que dejar atrás la opacidad que provoca el aislamiento de Panamá respecto de los países y procesos políticos emergentes en Latinoamérica. Para alcanzar ese objetivo, es indispensable recuperar el prestigio y frenar la erosión de la imagen oficial.

Una renovada política exterior audaz y consecuente requiere un buen liderazgo para la defensa de los principios legítimos y soberanos en foros internacionales y la búsqueda del consenso regional a favor de la paz, la distensión y la autodeterminación de los pueblos.

La adhesión a políticas unilaterales y arbitrarias relativa al bloqueo económico, político y diplomático contra Cuba, Venezuela y Nicaragua no debe tener asidero en el equipo que asume el mando de la Cancillería panameña en medio de conflictos internacionales.

Ningún esfuerzo serio de recuperación de la imagen internacional de este país debería excluir el derecho a la firme defensa de la neutralidad del Canal de Panamá y el principio de no intervención en asuntos concernientes a otros Estados en ámbito hemisférico.

La subordinación a la política exterior de Washington ha creado riesgos compartidos e indeseables, como la alianza bélica contra el Estado Islámico, que convierte a las instalaciones canaleras en tarjeta de tiro e induce a veladas amenazas de intervención.

Panamá ha privilegiado las relaciones cordiales con Estados Unidos, principal usuario de la vía interoceánica, pero no por ello este país debe abandonar las reclamaciones por daños provocados durante la invasión militar estadounidense en suelo patrio en 1989.

El capítulo de la injustificable invasión no debería ser clausurado sin que antes hayan sido resarcidas las pérdidas por la masacre y la destrucción a la que fue sometida la población civil. El cierre definitivo de ese episodio histórico implica una justa reparación.

Panamá requiere el estatus de buen componedor en los diferendos regionales y gestor de fórmulas de avenimiento que abonen el camino a la paz. Ello debe reflejarse en el diseño de una política exterior firme y coherente que privilegie la hábil negociación.

En ninguna circunstancia, este país debe alinearse con bloques hostiles e intervencionistas que desconozcan en el principio de autodeterminación. En la década de 1970, la lucha de liberación anticolonial engrandeció y proyectó a Panamá en todo el orbe.

Hoy, en un mundo marcado por contradicciones y guerras económicas entre las potencias mundiales, Panamá está obligada a proteger su legado soberano y ganar autoridad en el mundo como un Estado respetuoso del derecho internacional y constructor de la paz.

El abandono de los procesos de integración o el desconocimiento de la legitimidad de aquellos gobiernos elegidos a través de vías democráticas no debería marcar el norte de la política exterior panameña, que necesita separarse del modelo de la subordinación.

Un nuevo estilo de gobierno requiere luces largas para investir a Panamá de fortalezas que permitan recuperar el prestigio perdido y privilegiar relaciones estratégicas con los actores mundiales en un plano de respeto. Esa es una tarea primordial e inaplazable.

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