Neruda: ¿tras las huellas de un crimen? (segunda parte)

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Neruda: ¿tras las huellas de un crimen? (segunda parte)

Chile, país de poetas

Pablo Neruda fue -a juicio de algunos críticos, y la Academia sueca lo reconoció cuando le concedió el Nobel-, uno de los poetas más discutidos de su tiempo y protagonista de excepción de las causas progresistas. Su poesía es de un amplio registro, esencialmente materialista, pero donde el amor ocupa un lugar preferencial. Viajero incansable, se reconoció en América Latina, que sentía era la casa de su poesía, pero su obra se conoce en todos los continentes, porque no dejó de nombrar las cosas, de ocuparse de los temas cotidianos, de la naturaleza física y humana, del hombre en cualquier geografía.

Buscó quizás trascender en la simpleza, aunque sus Residencias, además de ser fundacionales, hablan del hombre, el caos, la vida, poesía de la exploración y de la existencia, donde la muerte también es protagonista y se siente como una rueda que no agota su viaje. Es una poesía de todos los sentidos, con una fuerte carga sensorial y material. Sobre los escombros de su propio lenguaje, Neruda escribe su poética. Residencia en la Tierra, comentó el poeta mexicano José Emilio Pacheco, es el libro más grande del surrealismo. Según García Márquez, el más grande poeta del siglo XX en cualquier idioma. Los poetas, en mi opinión, pueden subir y bajar, de acuerdo con los gustos de cada época. Algunos permanecen como el bolero.

En vida, Neruda fue el Vate de Chile, el vaticinador, independientemente de que nos agrade su poesía o no, compartamos su ideología, o digan algunos poetas que provienen o no de sus raíces, que escribió demasiado, que el ripio nerudiano absorbe parte de su poesía, que el verso corto, que Stalin, que sus mujeres, la hija olvidada, que la vaca sagrada, su compromiso esencial siempre fue con la poesía, que es lo que nos queda junto con su quehacer público y social. Leyó y escribió lo esencial —de Proust, Rimbaud, los clásicos rusos, franceses, hasta las novelas policiacas— y fue un mito en vida como Borges, un escritor total.

La nueva poesía le debe mucho a Neruda y Chile es considerado un país de poetas, grandes poetas, por su obra y defensa de la poesía, por la calidad de sus pares, Pezoa Véliz, Huidobro, la Mistral, De Rokha y posteriormente Parra, Gonzalo Rojas, Rosamel del Valle, Armando Uribe Arce, Rubio, Arteche, Lihn, Teillier, Millán y tantos otros que conforman el diverso mapa poético chileno. La poesía chilena, latinoamericana, de habla hispana, le debe mucho a estos y otros nombres. En un país donde las personas se comen las palabras, se habla en jerga, un dialecto con una pronunciación aguda que se pierde como el vago pito de algún tren que atraviesa el sur, es sorprendente que tenga el más rico, variado, influyente, creativo lenguaje poético en el continente de habla hispana desde el siglo XX, con la excepción de algunas cumbres, como Vallejo, por citar a un renovador del idioma. Rubén Darío es un poco anterior.

Este es el personaje que conmueve con su poesía y destino. Abraza los continentes con su palabra. Voy a seguir viviéndome, sentenció quien había recorrido Chile y el mundo con su palabra, su voz de lentas aguas del sur por los pueblos polvorientos del norte y lluviosos de la loca geografía austral chilena. Él mismo se reconocía en el mar, las piedras, la madera, las uvas y el viento de las pequeñas cosas, en la gente humilde, en la retórica de sus palabras de “poeta útil” y en sus Odas elementales, sutiles como las madreselvas. Botánico, artesano, arqueólogo, arquitecto, marinero por adopción, coleccionista, ornitólogo, militante, curioso sin límite, hijo ilustre de Valparaíso, un poeta cófrade, aunque Nicanor Parra después del 23 de septiembre, día de su muerte, le llamó socarronamente Catedral, a este militante comunista, habitante infinito de Isla Negra que le cantó a las piedras de Chile como a verdaderas compañeras en su camino por la quebradiza geografía nacional y dirigió la construcción, el diseño de sus “disparatadas” casas donde guardaba sus viajes y recibía a sus amigos como si vinieran de un largo periplo por el mundo de la poesía.

Una tortuga gigante en la multitud

Yo lo divisé un par de veces en una multitud como si viera una tortuga gigante contemplada en un acuario inmenso y dijera “para nacer he nacido”, “sucede que me canso de ser hombre” o “titilan azules los astros a lo lejos” y las personas le devuelven el verso que cae como el pasto al rocío: “sube a nacer conmigo, hermano”.

Enrique Lihn me dijo en las escalinatas de la Universidad Católica, después del 23 de septiembre, ya fallecido Neruda, “Ha muerto el último aedo”. La historia y los acontecimientos, me subrayó ese día, le ayudaron a Neruda a ser quien fue. El Vate fue un protagonista de excepción del siglo XX, es difícil desentenderse de ese detalle. El amor y la política fueron sus dos grandes amores.

Harold Bloom, el destacado y arbitrario crítico norteamericano, dijo de Neruda: “Ningún poeta del hemisferio occidental de nuestro siglo admite comparación con él”. Tampoco es algo menor esta afirmación, que le pone una banderilla chilena al toro de la poesía universal en el siglo XX. Más allá de este canon anglosajón, Neruda fue una voz propia, un continente contenido en una geografía desmembrada. Desmesurado, irregular, de un barroco silencioso, telúrico, andino, voz desértica y austral, alimentó la vida, puso nombre a las cosas, su poesía se hizo parte de la geografía chilena, latinoamericana y planetaria, y aún se reconoce bajo las piedras.

Se ha escrito tanto sobre Neruda y a veces la rueda gira en el mismo lugar. De atrás para adelante, de arriba hacia abajo, de izquierda a derecha, vertical, horizontalmente y la poesía sigue allí para ser leída por un lector desconocido. Siempre existe un pretexto, alguna razón, el tiempo ocioso del placer en la palabra y la aventura a que nos lleva el poeta. La nave de la poesía navega en sus propias palabras y a ellas no deben renunciar el poeta ni el lector. El hombre y la naturaleza en el centro de las cosas nerudianas. En esta poesía está la gente chilena y latinoamericana del siglo XX, nuestra geografía humana y física, aunque el poeta nunca tuvo límites. Son las preocupaciones de un hombre de su época y donde el amor es la piedra angular de las más grandes alturas de la poética nerudiana, desde su prima juventud al final de sus días.

Del epilogar nerudiano

Yo soy profesor de la vida, vago estudiante de la muerte
y si lo que sé no les sirve
no he dicho nada, sino todo.

(Neruda)

Neruda es ese personaje chileno emblemático que la BBC de Londres homenajeó leyendo Veinte poemas de amor y una canción desesperada en 21 idiomas. El protector de los exiliados de la República española en el Winnipeg, el senador que partió al exilio y cruzó a caballo la cordillera de los Andes, no sin antes vadear tres ríos chilenos y finalmente salir por San Martín de los Andes. El poeta que recorrió la geografía chilena conversando con los obreros y campesinos de Chile y su poesía, cónsul en Rangún, Buenos Aires, Madrid, Barcelona y México, embajador en Francia. Viaja a Europa a un Congreso de la Paz con intelectuales y artistas del mundo, Picasso, y ya no dejará de dar la vuelta al planeta como si fuera una nuez, ni de participar en la historia de la humanidad y su futuro. Es traducido a todos los idiomas posibles. Se escriben libros sobre su obra y él no deja de hacerlo hasta el final de sus días. Los jóvenes de América Latina no dejan de recitar su folletín amoroso. Alguna mujer va más en lo profundo y se impacta con el verso “Sucede que me canso de ser hombre”. Una espina en la vida de cualquier ser humano que la atraviesa en siete palabras, que van y vienen cada día. Toda una declaración de principios en un verso que resiste el tiempo como las Residencias, con sus desvencijadas materias, descomposiciones, cuartos vacíos, peluquerías, notarios, la desintegración de las cosas, el silencio inapelable de la muerte. Hay algo que el lenguaje no puede cambiar y más bien asfixia. Esa lectora se veía como una almohadilla pinchada por cientos de alfileres en una realidad a la medida de un sastre sin ninguna costura.

“Yo no sé por qué estoy aquí / ni cuándo vine / ni por qué la luz roja del sol lo llena todo”, así veía su entorno el joven Neftalí Reyes, en el crepusculario de su vida adolescente, el Neruda de Farewell, un poeta germinal. Venía del sur virgen cuando se encontró con su nueva residencia, la ciudad, todo un universo de cosas rotas, finitas, la manufactura de la modernidad, una espiritualidad ruidosa, material, no la materialidad profunda de la naturaleza.

En Crepusculario, a sus 19 años de edad, Neruda comienza a gestarse en el Galope muerto de sus Residencias, que escribiría entre los 21 y los 27 años, con la visión de un mundo caótico, desencadenante de hechos, realidades, atmósferas, y donde el poeta es un observador ausente del cambio, más bien envuelto en un escenario donde su voz se expresa luctuosa.

Nos guste o no, Neruda es la figura más destacada de nuestras letras. Precandidato a la Presidencia de Chile, senador, en 1971 obtendría el premio Nobel. Escribiría un libro, poco citado, que forma parte de la panoplia nerudiana, intitulado Incitación al nixonicidio y alabanza a la revolución chilena, donde pide ayuda a Walt Whitman para ajusticiar a quien estrangulara la economía chilena y propiciara un golpe de Estado contra Allende: Richard Nixon. Poeta de utilidad pública, se bautizó el bautizador de las cosas y las personas. La historia es conocida hasta por quienes la desconocen. Nunca dejó de ser ese viajero inmóvil que reconociera Rodríguez Monegal en su obra homónima y lúcida. Fue un poeta para América, Europa, Oriente, Asia, su gran escenario fue la humanidad desde la naturaleza, las pequeñas cosas y de lo profundamente humano.

El más discutido de los poetas de su siglo, dijeron los académicos suecos. Este es Neruda, el otro, aquel, el mismo inmerso en su poesía y vida, el vate que construía la casa del poema en el largo y rocoso espinazo de Chile. Neruda con vista al mar, a la cordillera, a las piedras, a lo que amaba incondicionalmente desde su palabra. Nunca pasé de la lectura de sus libros y del long play gangoso de su voz que escuchábamos en los barrios populares de la clase media juvenil. Allá en Toro y Mazote, en Santiago. Quiero decir, no me incluí en ninguno de los peregrinajes a Isla Negra. El mito se vivía a sí mismo. Era muy difícil no pensar en Isla Negra cuando se hablaba de poesía en Chile, como si las olas del mar poético se convocaran en su playa. Yo escuchaba a los poetas mayores referirse al Vate con respeto generalmente y me llegaba la brisa de esas voces que golpeaban como olas del propio mar de Isla Negra. Solo el rumor se transformaba en un viaje iniciático. Era una verdadera peregrinación. Un viaje hacia las palabras y el mar.

Neruda coleccionó críticos y detractores, poetas y narradores importantes: Huidobro, De Rokha, Braulio Arenas, Gonzalo Rojas, Droguet, Lihn, Bolaño, Lafourcade y muchos más que aún dejan caer frases, opiniones y escriben algunos opúsculos desencantados que van a dar a la mar que es el morir.

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