Miguel Littín: “La patria de un cineasta es el lugar donde filma sus películas”

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Cine

Miguel Littín: “La patria de un cineasta es el lugar donde filma sus películas”

Por Liliana Molina Carbonell • La Habana

Los caminos que lo llevaron al cine se bifurcan en la memoria de Miguel Littín. Emergen de las circunstancias casi místicas que le revelaron su primer acercamiento al Séptimo Arte y a la filmografía del director italiano Roberto Rossellini. Dos capítulos muchas veces omisos en las aproximaciones a su biografía, pero vitales para develar —o al menos intentarlo— las pasiones que laten en el hombre detrás de la cámara.

Ahora, con la mirada puesta en el mar y en La Habana que alcanza a ver desde los jardines del Hotel Nacional de Cuba, el cineasta chileno recorre los mismos caminos que lo unen a su Palmilla natal.

“En los años 40, mi familia vivía a unos 200 km de Santiago de Chile, en una casa frente a la estación del ferrocarril. Un día bajó del tren un señor con un trípode y una cámara de cine. Mi abuela, que era palestina, tenía un huerto lleno de ciruelas, duraznos, flores; ahí extendieron una sábana y esa tarde vi, por primera vez, una película. Aquella vivencia, difusa en el tiempo, se quedó en mí para siempre, sobre todo por la magia de esas imágenes que no sabía si salían de los árboles o de la tierra misma.

“Luego, con nueve años, pude ver en mi colegio la película Roma, ciudad abierta, de Rossellini. Comprendí entonces que el entendimiento y la tolerancia del ser humano son posibles cuando tienen un objetivo común”, recuerda mientras conversamos durante su reciente visita a la Isla. “A partir de ese momento, estuve totalmente decidido a ser director de cine”.

El desafío de la militancia con el hombre

Una poética que en la mayoría de sus títulos mira hacia la esencia de esta América nuestra, sitúa a Miguel Littín entre los creadores más representativos del llamado Nuevo Cine Latinoamericano. Desde su primer largometraje de ficción, El Chacal de Nahueltoro (1969), quedó rubricada su expresa voluntad de identificación con la realidad del continente, que en su caso se traduce, también, en un compromiso irreducible con el arte de la creación cinematográfica.

“Creo que el gran desafío es la militancia con el hombre, el compromiso con la libertad, con los derechos más profundos y diversos del alma. Y no me refiero solo a los derechos civiles externos, que deberían estar presentes siempre, sino a los anhelos y el respeto hacia los demás; más aún hoy día, que asistimos a un momento circunstancialmente oscuro en el cual la intolerancia y la violencia rigen muchas conductas.

“Toda mi vida ha sido eso: observar, mirar, actuar sobre la realidad. Pienso que son los deberes y los rigores del hombre y del cineasta. Por supuesto, primero uno es hombre y ciudadano, y luego esa humanidad y militancia en la vida ciudadana se expresan en el cine. O por lo menos, se intenta que así sea”.

El aliento universal de su obra delinea los contornos de un acto creativo en permanente búsqueda. Sin embargo, los resortes que se activan tras su indeleble acercamiento a la cosmovisión humana discurren entre motivaciones personales y estéticas que no dejan lugar a vacilaciones: aquello que le atrae de una historia para llevarla a la pantalla grande es algo que Littín ya tiene hace mucho tiempo definido.

“Es muy sencillo y complejo a la vez ese proceso”, afirma. “Pero debe ser una historia que logre cautivarme, atraparme, porque no soy un director profesional; soy un cineasta por vocación. Jamás he tenido un productor o alguien que haya intentado imponerme algún parámetro. He hecho las películas que he querido y he podido”.

Ante esa filmografía, condensada en títulos como La tierra prometida (1973), Actas de Marusia (1975) y El recurso del método (1978), el cineasta chileno evita hacer balances retrospectivos.

“No haría nada de nuevo o tal vez haría cosas nuevas, pero eso también puede ser para unas mentes más organizadas desde el punto de vista racional”. Para él, “es como el juego de la ruleta rusa: al final el arma se te va a disparar sobre la sien de cualquier manera, porque son tantas películas… No hay ninguna de la cual no tenga un gran recuerdo o que no quisiera volver a filmar”.

Como es de suponer, la aseveración incluye, entre otras cintas, los siete mil metros de película que, durante seis semanas, filmó de manera clandestina en su país natal y a partir de las cuales realizó el largometraje Acta general de Chile (1986).

Su regreso, luego de 12 años de dictadura militar fue —según él mismo reconoce— una experiencia “vibrante y muy pocas veces emocional”, que García Márquez relató detalladamente en el libro La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile.

“¿Frente a quién se emociona uno? ¿Frente a un país que está férreamente vigilado por esbirros, policías y ejércitos? ¿Frente a situaciones de opresión permanente que establece una dictadura tan sangrienta y perversa como la chilena? Pinochet no significa nada para mí, ni siquiera un mal recuerdo. Pero la dictadura sí que produce cicatrices. Y hay que estar siempre alertas para no volver a sangrar.

“Claro, pisar de nuevo las calles de Santiago, como dice la canción, y hacerlo firmemente, por decisión propia y burlando todos los sistemas de seguridad era un estado de plenitud muy fuerte. Aunque al mismo tiempo estaba el rigor y la disciplina. Lo planifiqué todo muy bien y hasta el último detalle. Tenía un gran equipo, además, que colaboró en esa planificación, de modo tal que entramos y fuimos cumpliendo etapa por etapa, como si fuera una película, con una estructura. Entonces, hoy puedo decir con gran satisfacción que nadie cayó en manos de la dictadura, y esa fue una responsabilidad que tuve siempre muy presente”.

¿Cuánto cree que pudieron haber influido los años de exilio en México y España en los postulados ideoestéticos que distinguen su filmografía?

El conocimiento de México me hizo poner el ojo en el punto más profundo de la realidad terrestre. Entendí que somos un círculo que no se cierra nunca y que se expresa en una espiral territorial y cronológica inversa que sube y baja. Me refiero a las sociedades con historias interrumpidas permanentemente, lo que da como resultado en el arte una estética inconclusa que se manifiesta en la obra de los grandes maestros. Entonces, esa visión cósmica del tiempo y de la historia me la dio, principalmente, mi conocimiento de México, que también me llevó a asumir, de forma definitiva, mi condición de latinoamericano.

Ahora nos encontramos en un sitio que para mí es igual de emblemático. Cuantas veces estuve en Cuba durante esos años, siempre vine a este lugar. Eran tiempos de grandes soledades; pasaba todo el día en el ICAIC trabajando y acompañado de gente maravillosa, pero después llegaba aquí y estaba completamente solo. Entonces miraba hacia el mar, pensaba en Chile y citaba unos versos muy concretos de Neruda: “Patria, mi patria, vuelvo hacia ti la sangre. Pero te pido, como a la madre el niño lleno de llanto, acoge esta guitarra ciega y esta frente perdida”. Hasta que un día descubrí que el sur estaba a la inversa y que Chile se encontraba en la posición contraria (sonríe).

Creo que además de México, Cuba también es fundamental en mi formación de latinoamericano y en mi existencia. El conocimiento del ICAIC, de los cineastas Tomás Gutiérrez Alea, Humberto Solás y Santiago Álvarez, de su inventiva y mirada siempre abierta, influyó mucho en mí. Eran autores que no querían parecerse a nadie y que tenían la voluntad de crear obras de fundamento sobre la sociedad en la cual vivían. Eso me ligó muy fuertemente a ellos.

En 1971, propuso un acercamiento a la figura del presidente Salvador Allende en el documental Compañero presidente, y luego incluyó un capítulo dedicado a él en Acta general de Chile. Ahora se presenta en el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano su más reciente película, Allende en su laberinto. ¿Qué distingue a esta propuesta cinematográfica?

Desde el mismo 11 de septiembre de 1973 asumí la realidad que estaba viviendo como si fuera una película y siempre pensé en hacer un filme. Pasó el tiempo, las circunstancias no se dieron, otras veces sí, pero consideraba que aún no estaba preparado: la pasión por lo que había ocurrido en Chile me arrebataba cualquier juicio e, incluso, cualquier equilibrio estético. Sin embargo, llegó el momento en que me dije: no hay más tiempo y hay que hacerlo.

Allende en su laberinto narra las últimas horas de vida del presidente, entre las siete de la mañana que entra al Palacio de la Moneda y las dos de la tarde que sale su cadáver. El proceso de realización me permitió adentrarme en el estado de un hombre que tiene que luchar contra todos los poderes fácticos, y cuya comprensión final de que vivir es trascender en la historia, lo lleva a tomar decisiones que fueron muy duras. Allende se convirtió en leyenda, en un héroe latinoamericano, y quería hacer entonces una película que mantuviera viva su memoria.

Empecé a filmar en 2014. Prácticamente el 90 por ciento de la película se hizo en Caracas, donde me recibieron abiertamente y mostraron una gran solidaridad. Una vez más, me fue posible confirmar un concepto que he expresado muchas veces: la patria de los cineastas es el lugar donde filman sus películas.

Cada película, desde el primer plano, es riesgo. Pero no hay ningún riesgo que me guste más correr que ese.

Siempre tuve claro que no quería a alguien que imitara a Allende, sino que interpretara sus sentimientos. En un principio el actor Daniel Muñoz y yo no nos conocíamos, así que estuvimos comunicándonos durante varios meses, hasta que llegó el momento prodigioso en que pude decir “Acción” y él comenzó a actuar y se convirtió en el personaje. ¿Qué riesgos implicaba hacer este filme? Todos. Cada película, desde el primer plano, es riesgo. Pero no hay ningún riesgo que me guste más correr que ese.

¿Cuál es su valoración sobre la cinematografía que se está produciendo en América Latina y sus principales desafíos?

Adoro las películas de los jóvenes cineastas latinoamericanos, sus atrevimientos, sus desplantes, la búsqueda de nuevos lenguajes, su inconformismo. Es cierto que hay un cine que busca resultados comerciales, pero hay otro que siguió la línea de la desmesura y la obra de las grandes poéticas.

El Festival da muestras claras de la existencia de un movimiento estético renovado, a la vez que permite constatar las carencias que no hemos sido capaces de resolver.

En los países de América Latina se está produciendo mucho cine, sobre todo realizado por jóvenes. Precisamente La Habana concita cada año en el Festival la presencia de todas las nacionalidades y cinematografías latinoamericanas. Durante estos días es posible constatar la vida y el desarrollo que tienen esas producciones, pero al mismo tiempo —como aquí es donde único uno lo puede ver todo— se pone de manifiesto que, en muchos de nuestros países, las plataformas de distribución y exhibición no funcionan como deberían. En Chile, no están las películas argentinas, en Argentina no están las chilenas, y así sucesivamente. De modo que el Festival da muestras claras de la existencia de un movimiento estético renovado, a la vez que permite constatar las carencias que no hemos sido capaces de resolver.

El hecho de que la distribución sea una de las principales problemáticas pendientes, influye en que muchos autores busquen el camino de la legitimidad dentro de la industria norteamericana. El talento, evidentemente, no es patrimonio de ninguna nación; sin embargo, el destino de nuestra cinematografía debería ser con estas obras que están produciendo los nuevos realizadores, las cuales, muchas veces, viven de espaldas al público. No porque los cineastas quieran, sino porque las circunstancias económicas y políticas no se abren. La democracia también es existir y darle alas a las películas latinoamericanas y, en este sentido, vivimos en un sistema hegemonizado por las películas de un solo país.

Por otra parte, las televisoras son lamentables en América Latina. El mundo audiovisual también está restringido porque ese aparato que llega a los hogares tampoco responde a una conducta cultural que le sea propia al continente. Simplemente, transmite cosas que a veces tienen que ver con la gente y en otros casos no. En Europa, las televisoras se han unido al cine y han hecho alianzas para intentar paliar un poco la crisis; en el caso de nuestro continente, estas no tienen una mirada que demuestre la comprensión del destino y aliento universal del audiovisual y de las artes de representación.

Durante su extensa trayectoria ha recibido dos nominaciones al Oscar y múltiples reconocimientos en festivales internacionales. ¿Qué importancia tiene para Ud., dentro de esa larga lista de galardones, el Título de Doctor Honoris Causa que le confiere la Universidad de las Artes de Cuba?

Estaba en Argelia cuando recibí el mensaje por Internet. El director del Festival, Iván Giroud, me hizo llegar la noticia. Era de madrugada, mi esposa estaba dormida y me daba pudor despertarla; pero era tanto mi deseo de contárselo a alguien, que no pude evitar decírselo en ese mismo momento. Fue en verdad una alegría muy grande, sobre todo porque la universidad, para mí, significa el corazón mismo de la posibilidad del arte, de la expresión y de la libertad humana. Siento que de todos los galardones que me han entregado este es, definitivamente, el más importante.

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