“Manos de piedra”, de las peleas callejeras al boxeo mundial

Conozca la historia de Roberto Durán, el boxeador panameño reconocido mundialmente como «Manos de piedra» por su increíble fuerza y estilo libre en el ring. Una leyenda del deporte.

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Roberto Durán. (Foto: Geo Thompson).
  • Publicado originalmente en Revista Diners Ed. 124 de julio 1980.

El grupo se reúne temprano en la puerta del gimnasio Gleason’s de la calle 30 de Nueva York. Algunos usan vestidos de oficina, cargan maletines y leen el «New York Times» recostados contra la pared.

Otros llevan doblado «El Diario» bajo el brazo, tienen chaquetas deportivas y forman un corrillo donde se habla español. Unos pocos no se han acercado jamás a un gimnasio, mientras que los demás tienen las caras nudosas y cortadas típicas de quien ha trajinado por los rings.

Todos esperan a Roberto Durán, el hombre al que algunos llaman «Cholo» y otros «Mano de Piedra».

Las dos caras de una sonrisa

Cuando el boxeador panameño está preparando una pelea, llega al lugar de entrenamiento derrochando agilidad, sale pronto del vestuario con una sudadera de color vivo y sube al cuadrilátero, donde lanza una rápida serie de golpes al aire, se detiene y sonríe mientras sus admiradores estallan en aplausos.

s la sonrisa benigna de Durán. Pero tiene otra. La primera vez que lo vi fue la noche del 13 de septiembre de 1971 en el Madison Square Garden.

Un joven pegador llamado Benny Huertas, ganador, unos años atrás, de los Guantes de Oro, y con una buena defensa y golpes duros, se enfrentaba a un desconocido, pero invicto panameño de veinte años de edad.

El rival era, por supuesto, Roberto Durán. Subió al ring esa noche con una bata raída, botas de boxeo usadas y una barba de tres días. Sonó la campana. Durán avanzó, golpeó a Benny con una derecha brutal, y entonces sonrió.

Conectó otro buen derechazo, alcanzó a Huertas con una serie de ganchos, encimó una derecha más y Benny cayó. Entonces Durán recogió su bata y salió solitario y silencioso, después de demostrar su eficiencia asesina.

-¿Quién diablos era ése?, le pregunté a Teddy Brenner, por entonces empresario del Garden.

Roberto Durán, contestó. Y agregó: Recuerda su nombre. Todavía no sabe siquiera pelear, y ya mata.

Han pasado ocho años desde que Duran ganó el campeonato mundial de los ligeros a Ken Buchanan. Ahora ya sabe pelear. Aprendió siendo campeón, en once defensas de su título, en las cuales noqueo a todos sus oponentes excepto a Edwin Viruet, quien sabiamente se dedicó a correrle los quince rounds.

Ha ganado 71 de sus 72 peleas profesionales. 55 de ellas por nocaut, incluyendo dos triunfos antes del límite sobre Esteban de Jesús, el único hombre que le ha ganado. Ha derrotado tanto a boxeadores altos y de brazos largos, como a pequeños y macizos.

En sus entrenamientos se le puede observar tranquilo. Su piel es lisa y únicamente tiene una pequeña cicatriz sobre su mejilla derecha. Está permanentemente sonriendo.

Un rey glotón

Entre pelea y pelea, a Durán le gusta comer. Es un hábito peculiar de quienes crecieron en medio de la pobreza. A veces su peso ha subido hasta las 170 libras, y sus entrenadores han tenido que convertirse en policías.

De manera que tuvo que pasar al peso welter, en el cual, a pesar de haber logrado cuatro nocauts, da la impresión de haber perdido algo de su antigua potencia. Yo no lo creo. Lo que sucede es que Durán responde exactamente a los requerimientos de cada oponente.

Enfrentando a Carlos Palomino se mostró grande, mientras que contra boxeadores mediocres se le ve común y corriente. Sin embargo, cuando llega la fase decisiva de su preparación para una pelea, su entrenador lo aísla de los gimnasios y lo concentra en lugares apartados y tranquilos, lejos de los fotógrafos y de sus hinchas, que gozan en Nueva York cuando su ídolo entrena y se exhibe para ellos, brincando y haciendo ruidos como de pájaro cada vez que golpea la talega, gritando y sonriendo, desplegando todos los estilos de golpes que conoce.

El entrenamiento es lo que más odian los boxeadores, porque se basa en prohibiciones: no hay ruido, ni sexo, ni compañía, ni música. Se los reprime para producir en cada pelea una explosión de energía y capacidad de destrucción.

El entrenador de Durán, Freddie Brown, tiene 74 años y lleva 55 manejando boxeadores, entre ellos Rocky Marciano. Ha visto muchas promesas y es escéptico, pero adora a Roberto Durán.

«Es el mejor peso liviano que existió», afirma con seguridad. «Y se convirtió en un grande después de la pelea con Buchanan. Es un boxeador inteligente, no un simple pegador, como creen muchos».

Su mánager es Carlos Eleta, un panameño rico que consiguió un buen entrenador para Durán. «Al principio, continúa Brown, el idioma dificultó las cosas. Pero este muchacho aprende todo lo que se le enseña, y al aplicarlo demuestra genio. Nuestro único problema es mantenerlo en su peso. Suele decir que si no le damos de comer en cantidades, pierde fuerza. A veces consigue que alguien le suministre dos o tres steaks, y yo me vuelvo loco.

El mejor sitio para entrenarlo es un lugar de Panamá llamado Cimarrón, donde entrena el ejército. Es lo más disciplinado y tranquilo que he podido encontrar. Mi responsabilidad es ponerlo en forma. Sin eso, no hay nada que valga».

Brown vive orgulloso de su pupilo. Cuenta como cuando Sugar Ray Leonard dijo, en la primera conferencia de prensa antes de su pelea con «Mano de Piedra», que lo iba a matar, Durán quería pelear ahí mismo. «Yo miré a Leonard, dice Brown, y le vi el miedo.

Es natural. Aun Palomino le temía a Roberto. El los mira como un animal, como queriendo matarlos. No importa quién se enfrente con él, tiene que sentir miedo».

Amigo de sus amigos

El mejor amigo de Roberto Durán es el cantante panameño Rubén Blades, con quien se conoció hace más de quince años, cuando el músico apenas se iniciaba en los coros de la orquesta de un grill de Ciudad de Panamá y el peleador aún era aficionado.

Ahora lo acompaña en los entrenamientos durante algunos días, corre con él y juegan dominó. Blades cuenta que nadie creía en Durán en Panamá, donde todo el mundo se conoce. Pero Roberto les demostró su error, y además, después de que consiguió fama mundial y mucho dinero, no ha cambiado. Sigue siendo amigo de sus amigos».

Es Blades quien mejor conoce el pasado de Durán: «Roberto viene de la calle, aunque eso suene a cliché. Creció en Chorrillo, un barrio muy pobre de Panamá, cercano a la Zona del Canal». Se trata de un barrio de esos donde sólo se crían atletas o asesinos, con tres depósitos de madera, muchos bares, demasiada pobreza.

El padre de Durán abandonó el hogar cuando el tenía pocos años, y Roberto sólo volvió a verlo después de ser campeón del mundo. De niño, vivió con su madre unos años en el pueblo de Guararé, pero regresó a Chorrillo.

El propio Durán cuenta que unas diez veces su madre tuvo que entregarlo a parientes o amigos porque no podía alimentarlo. Y pronto estuvo viviendo en las calles. Dejó el colegio a los catorce años, se sostuvo lustrando zapatos y vivió la ciudad en medio de la miseria. Ningún ser humano que use guantes de boxeo puede producir el tipo de temor que debe haber hecho parte de esos años.

«Vagaba por todas partes, me dijo una vez. La ciudad era el mundo. Yo sabía que había otros sitios, otros países, pero no sabía dónde estaban.

Sólo existía la ciudad. Panamá. Chorrillo. No había fronteras. Era solamente el lugar». Y trato de imaginarlo en esas calles, peleando, como cuentan que lo hacía a diario, incluso por necesidad, robando cuando no tenía con qué comer, o dirigiendo una pandilla en incursiones a la Zona del Canal, cuyos cuidados prados y blancas casas coloniales son una ofensa para los muchachos de los suburbios panameños.

Los rubios soldados de la Zona la abandonan a veces para ir a sitios como Chorrillo a buscar prostitutas. Algunas veces las hallan. Otras, se encuentran con muchachos de ojos salvajes y contextura maciza, como Roberto Durán, que los esperan tras de una esquina y descargan en ellos la furia de los hambrientos y los dejan tirados en algún lodazal. Roberto opina que Ali es un gran campeón, pero cuando se lo pregunto asevera que él le ganaría en una pelea callejera.

Fue el boxeo lo que lo salvó. Alguien lo vio en una ruda pelea de noventa minutos en Chorrillo, y lo recomendó al entrenador Néstor Quiñonez, quien lo hizo boxeador.

Una vez profesionalizado Carlos Eleta lo observó en un combate, reconoció en Durán el muchacho que había robado alguna vez cocos de su finca y él, dueño de caballos, de Air Panamá, de varias estaciones de radio y televisión, se hizo su manager y le dio la guía que le faltaba.

Gracias a ello, Durán hizo su dinero: tiene una gran casa, donde vive con su esposa, felicidad, y cuatro hijos, y otra para su madre, aparte de varias inversiones.

Durán confiesa que «pelea por la plata», y no sólo por honores, pero le encanta ser el campeón del mundo. Lo que más le gusta del boxeo, dice, es ganar. Y al único ser humano que teme es a mi mujer».

Ahora, descansa en Miami y luego estará una temporada en su país, donde su principal actividad de descanso es el béisbol.

¿En qué posición juegas?, le preguntó. Roberto Durán se mira las manos y luego vuelve a sonreír: En la que me dé la gana, contestó.

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