Este aplauso, este diploma, este escenario, este recibimiento que nos
ha hecho el pueblo argentino, nos llena el tanque de combustible
para arrancar nuevamente la máquina de cambios. Conversando con
el general Perón, me di cuenta de que es un idealista; él adora a su
pueblo. Todo gobernante, para que sea aceptado por su pueblo, tiene
que ser esencialmente humano; a todo gobernante idealista lo mueve
sólo el cariño. ¿A quién? Al hombre, a su Patria y a su pueblo.
Yo converso mucho con mi pueblo y aprendo mucho de él. En estos
días, conversando con eruditos —de esos a los que su erudición ha
llegado a tal extremo que se han sindicalizado y han organizado una
asociación de bombos mutuos: “Tú me alabas a mí, yo te alabo a
ti”—, les pedí por favor que en Panamá no hiciéramos más códigos;
vamos a ver cómo rompemos ese vocabulario de “código” y ver si
podemos llamarles “normas de pacífica convivencia”. Un código
administrativo que estamos haciendo señala el comportamiento y las
sanciones a que cada ciudadano se somete cuando comete una falta.
Yo explicaba que un gobernante está más cerca de su pueblo en la
proporción en que ese pueblo lo entiende más. La ley es más justa
mientras más cerca está del hombre.
Y les explicaba que acababa de venir de una gira por la zona
indígena, en donde mi presencia había sido reclamada por el
Director Provincial de Educación, a fin de que fuese a estudiar lo
que estaba haciendo un tal Lorenzo Rodríguez, pero, como nunca
quiero ser militar represivo, fui primero a ver quién era Lorenzo
Rodríguez y qué estaba haciendo este señor, que en donde el
gobierno ponía una escuela, él ponía otra, en la cual se estaba
propalando la ignorancia, porque el supuesto maestro que él ponía
era un analfabeto. “¿Qué solución sugiere usted?”, pregunté al
funcionario. “Que agarre a Lorenzo y lo meta en la cárcel.”
Entonces le dije: “Pero qué equivocado está usted, señor, creyendo
que la cárcel y las balas pueden acabar con un movimiento místico.
Eso es falso”. El que cree que la cárcel y las balas acaban con la
mística, con un movimiento místico, está ubicado en el siglo pasado,
está ubicado muchos calendarios atrás.
Hablando con Lorenzo, me di cuenta de que el hombre tenía un gran
ascendiente sobre su pueblo. Y encontré los decretos que él hace
para manejar a su gente, que dicen lo siguiente: “Todo aquél que
tenga chanchos en soltura, puede amarrarlos, y el que no, no cumpla.
Lorenzo Rodríguez”. Cuando yo vi eso, me di cuenta de que estaba
frente a un hombre que gobernaba a su pueblo porque sabía
transmitir en el lenguaje que su pueblo entendía. Esa es la ley más
clara que yo he visto. Es la disposición que no está sujeta a ningún
tipo de interpretación. Realmente admiré la sencillez con que ese
hombre manejaba a su pueblo y admiré la razón por la cual lo
obedecían.
Uno de los problemas de nuestros dirigentes es que, mientras
nuestros pueblos son de arcilla, ellos son de cristal, y de cristal fino.
Así es que, automáticamente, viene el desenfoque que los lleva a no
encontrar el entendimiento entre gobernados y gobernantes. Creo
que el único mérito que yo tengo es, precisamente, el de saber
comunicarme con mi pueblo y el de saber que de la expresión más
sencilla usted puede sacar grandes enseñanzas.
Nuestra lucha doméstica, el alza de la vida, el petróleo, todas esas
cosas, lo llevan a uno a ocupar todo su tiempo. Yo llegué a pensar
que la lucha por la liberación de nuestro país, por el
perfeccionamiento de la independencia (como dice mi estimado
Canciller) y que yo dirigía, por la erradicación de la bandera intrusa,
era una batalla que estábamos librando solos contra un león, pero un
león que tiene dientes y garras. Y llegué, incluso, a adoptar una
actitud medio derrotista. Sin embargo, he sido fuertemente
impactado. He sido impactado por la actitud del pueblo argentino, al
ver el calor humano con que nos han recibido y por ver el respaldo
que ustedes le dan a nuestra causa.
Allá, en Panamá, tengo un gran problema, que es que nuestra
juventud no cree en negociación, sino en liberación. Pero yo no le
quiero dar el pecho de la adolescencia a la gendarmería
norteamericana. Y me cuesta trabajo convencerlos de que la
liberación podemos conseguirla a costos sociales más bajos.
Entonces me dicen: “Omar, te estás acobardando, te están poniendo
muy prudente”. Y es verdad que, si uno es mandatario, se pone a
veces muy prudente, aunque no quisiera serlo. Pero ellos adolecen
de un defecto que quizás constituye su más grande virtud: el querer
acelerar el proceso de cambios a velocidades que nos desmantelarían
la carrocería estatal. Yo le digo a la juventud peronista, ahora
hablando prudentemente, que el único hombre que tuvo vocación
para acelerar, por presionar el acelerador del carro, fue Fangio. Y si
este período político existe, hay que estar conscientes de que la
maquinaria estatal está constituida por miles de piezas, unas jóvenes,
otras viejas, unas con grasa, otras sin grasa, y que, si uno acelera
mucho, todo se despedaza y es muy difícil, como dice el poeta,
reconstruir un país con herramientas gastadas.
Yo era un capitán inquieto, con la inquietud social que viene del
medio ambiente. Mis padres fueron maestros rurales y siempre
sufrieron persecuciones políticas, porque ellos, pobrecitos, querían
hacer la reforma agraria solos. Ahora, cada vez que yo levanto la
cerca de uno de esos latifundios, digo que es en honor de mis padres,
que no lo pudieron hacer solos.
Dentro de esta inquietud, cuando yo trabajaba en el Aeropuerto,
donde hay toda una compañía, una unidad de combate, tenía
bastante que ver con la administración y también con los
acontecimientos significativos del aeropuerto, que en Panamá es
como el valle de los caídos, por nuestra posición geográfica. Por ahí
pasan los caídos, los que no están caídos, los que van de regreso, los
que vienen de regreso; así es que en ese lugar me tocó conocer a
mucha gente. Pero cuando conocí al general Perón, me di cuenta de
que estaba ante un militar diferente, un militar con carisma y
humanista. Me di cuenta de que estaba ante un hombre superior y
desde aquel entonces, siempre que mantuve contacto con él, dejé
que hablara, pues cuando uno habla con un hombre así, si uno
también habla, no aprende. Después, establecimos relaciones y pude
comprobar que, realmente, este hombre tiene dimensiones
continentales. Porque en aquella época de represión, en que los
reglamentos militares de una de las potencias conocidas y medio
vecinas afirmaban que una de las misiones de la división de
infantería es reforzar a un gobierno tambaleante —lo que es elevar a
categoría de reglamento la actitud colonialista—, hablar de la unión
de los pueblos pequeños para hacerle frente a los colosos era una
herejía. Como la que cometió aquel científico que dijo: “Pero se
mueve.” Era una herejía y la pagó Perón. Pero abrió la brecha a
través de la cual subió después un Velasco y luego un Torrijos y
quién sabe cuántos más vendrán por ahí subiendo en los diferentes
escenarios de América.
Yo les agradezco sinceramente esta comunicación que hemos
mantenido y la agradezco porque soy un devoto de la juventud,
porque allí está el futuro. En esa juventud orientada, desorientada,
microorganizada, que pelea, que no pelea, en esa lucha se van
jerarquizando los futuros dirigentes de un país. Y cuando me dicen:
“Cuidado con el imperialismo”, a ellos solos se lo permito. Porque
son celosos de sus fronteras patrias, celosos de su bandera. ¡Si
ustedes los hubieran visto el 9 de enero de hace diez años, de frente
contra la metralleta gringa! No mataron más porque el cañón se
recalentó y tuvieron que salir huyendo.
Por eso yo digo que no puedo traicionar a la juventud. Ellos tienen el
derecho de ser consultados. Yo tengo problemas con determinados
miembros del gobierno, que se oponen a esas consultas, y les
contesto siempre que lo hago porque ellos van caminando hacia la
vida; yo voy caminando hacia la muerte.
¿Por qué la mujer abraza con tanto cariño las ideas de un líder que
está construyendo una nueva Patria? Porque la mujer, ante todo, es
madre, y desea que sus hijos vivan en un país donde no sean
explotados como explotaron a sus padres. Por eso ustedes son así,
pensando en sus hijitos siempre.
Nosotros tenemos muy buena comunicación con la juventud
panameña; tan buena es, que son los únicos que están autorizados
para ordenarme, y ellos lo saben. Muchas veces me siento medio
pesimista. —Todos los gobernantes tenemos momentos de
triunfalismo, momentos de pesimismo—. En momentos así, voy a
conversar con ellos, a conversar con la zona indígena. Voy en el
helicóptero, recordando la enseñanza de esas expresiones populares
que son las que constituyen nuestra Patria doméstica.
Recuerdo que, un día, pasando por una plantación, un campesino me
dijo: “General, su revolución no ha pasado por aquí.” Sí ha pasado,
respondí. “Miento, entonces,” me dijo. “Su revolución sí ha pasado
como cuatro veces por aquí, pero a diez mil pies de altura, en el
avión.” Le expliqué que se había mandado el banco de crédito
agrario a esa región, a lo que me contestó: “Efectivamente, vino con
una bolsa de plata, a todos nos dio, se fueron, no nos dijeron cómo
sembrar, no nos dieron la asistencia suficiente y ahora estamos
empeorando, porque antes éramos pobres y precaristas, y ahora
somos precarios y morosos”. Es verdad, no hay acomodo dando
apoyo económico si no se respalda ese apoyo con la técnica.
Es en ese diario contacto con mi pueblo donde yo extraigo, sobre
todo, la sabiduría de cómo llegar a conocer las necesidades de él. Y,
felizmente, conversando es que hemos podido sobrellevar cinco
años de gobierno con una buena dirección de ataque. Nuestros
conflictos, nuestras discusiones con los grupos jóvenes, los grupos
estudiantiles, con la adolescencia, ya no consisten en ver cuál es la
dirección de ataque. En la dirección de ataque ya estamos de
acuerdo. Sólo consiste en ver cuál es la velocidad que se le tiene que
dar a la máquina de cambios.
Es el hombre el objetivo de mi gobierno. Ahí nace mi sentimiento
profundamente humano. Yo no puedo ver a un niño, sinceramente,
no lo puedo ver, se me aguan los ojos cuando veo a un niño con
hambre. Yo no puedo ver que un niño tenga que caminar cuatro
horas para ir al colegio; yo no puedo ver a un niño con los ojos
vidriosos que produce la anemia, que se mueren prematuramente y
que, pobrecitos, en actitud de perdón, esos ojos que usted mira,
parecen decir: “Perdona, Dios mío, a quienes nos están
gobernando”.
De ahí surge mi actitud humana, mi actitud humanista, mi gran
predisposición por perder lo que sea en la vida, ya que muchas veces
vale más uno muerto que vivo. Así es que uno está en una actitud de
total desinterés.
Yo recuerdo que siendo capitán, mi generación, mi misma
generación de muchachos que yo había dejado en mi pueblo, en
Santiago, se sublevó. Hizo un conato de guerrilla. Entonces, se
dispuso que, como yo era de esa región, fuera a sofocar ese conato.
Efectivamente. El primer saludo fueron ráfagas y ráfagas. Yo fui
gravemente herido y allí murieron cuatro. Yo vi después por
televisión cuando enterraban a esos muchachos. Yo estaba
totalmente convencido de que, en ese entierro, en esos féretros, en
esa carroza, estábamos enterrando a los muchachos, pero no
estábamos enterrando la causa del descontento que los obligó a
sublevarse. Aquella vez dije: “Qué equivocados están los que creen
que ya desapareció el brote de guerrilla. Ahora viene más fuerte,
porque es un brote abonado”. Porque ahí se portaba un féretro que
ya era un estandarte, ya era algo místico. Qué equivocados están
quienes creen que cuando entierran a un líder entierran al
movimiento. Y les digo esto porque a mí me costó ocho años llegar
a admitirlo y esa reacción fue fuerte.
Yo nací en el pueblo más pobre de la provincia más pobre; y el
hombre es él y el medio que lo formó. Y de ahí surgen mis
inquietudes por esa causa social y de ahí también surgió que en
cuanto llegué a la Comandancia de la Guardia, fui corriendo a una
capilla y matrimonié a las Fuerzas Armadas con los verdaderos
intereses del pueblo.
Es triste servirle a la oligarquía. La oligarquía insatisfecha que todo
lo puede arreglar con balas y lo arregla con gases lacrimógenos.
Yo recuerdo que, siendo jefe de la segunda ciudad de mi país, vino
un político y metió la mano en la lata desmedidamente. Robó veinte
mil dólares, que estaban destinados a la construcción de un gimnasio
y un auditorio para los muchachos. Cuando uno mete la mano en la
lata, la lata siempre hace ruido. Ese ruido mandó un mensaje directo
a los grupos estudiantiles y se formó ahí un problema tremendo.
Quemaron casas, quemaron carros, quemaron esto y aquello. Y
entonces recuerdo que gastamos mil bombas lacrimógenas. De tanto
gas, la ciudad de Colón quedó desocupada por tres días. Después me
puse a ver el precio de cada bomba y resultó que ésta costaba treinta
dólares. Se gastaron treinta mil dólares. Hubiera salido más barato
hacerles el gimnasio. Lo que demuestra que ni nociones económicas
tenían los tipos que nos dirigían.