Los idus de adviento

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La adaptación de Joseph L. Manciewicz, del Julio César de William Shakespeare, con Marlon Brando «entogado».

Por Pedro Luis Prados S.
Docente universitario

Con mucho agrado, y no con sorpresa, escuchamos las opiniones del amigo José Eugenio Stoute en un programa de opiniones en la mañana de hoy. No hubo sorpresa porque conozco la verticalidad y carencia de enmascaramientos de Monchi Stoute cuando se trata de examinar las situaciones de crisis que amenazan al país. Sí con agrado, porque con explicaciones breves, argumentos contundentes y un realismo político desacostumbrado en éste medio, esbozó los presagios de violencia que se ciernen sobre una ciudadanía abrumada por la corrupción y el desenfreno.
En un ejercicio derridiano de desconstrucción, develó la otra realidad oculta tras los mitos democráticos, de los discursos promisorios, las falsas creencias en la buena voluntad o el giro fantástico que ofrece el futuro inmediato. Frente al optimismo retocado de aranceles y plusvalía, advirtió sin metáforas ni imágenes simbólicas la cruda realidad que día a día se impone a los panameños como resultado de su carencia de visual frente a una clase política delincuencial y ambiciosa.
No pretendo que nuestros políticos y empresarios, aduladores sempiternos de las bondades de la democracia, se sumerjan de golpe en la lectura de Toynbee, Sorel, Sartre, Trotsky o Chomsky para escudriñar las raíces de la violencia en los procesos sociales, sabemos que sus ocupaciones les impide incursionar sobre estas lecturas abrumadoras. Sin embargo, tal vez puedan asomarse a la pantalla de Google y verán que los casos de transformaciones radicales no los inicia los textos teóricos, ni los discursos ampulosos, ni la voluntad mesiánica; basta una chispa de descontento que libere el acumulado de frustraciones y desamparos padecidos por la masa para que ésta se vuelque a las calles e inicie una jornada de desenfreno que luego encontrará dirigentes oportunos para generar un gran movimiento. El impuesto de la harina de pan en Francia; el reclutamiento obligatorio en Rusia; el aumento del impuesto del té en Norteamérica; las rígidas medidas monopólicas de la corona española fueron las chispas que iniciaron reacciones en cadena y contribuyeron a los grandes movimientos revolucionarios de Occidente.
Basta examinar con objetividad los recientes movimientos populares en Chile y Colombia —a los cuales muchos analistas trasnochados le atribuyeron la nigromancia ideológica cubana, venezolana o rusa— para darse cuenta que no fueron más que reacciones de amplio espectro surgidos del calor popular, carentes de dirigencia organizada y de un cuerpo operativo que se disolvió pasado un tiempo por la diversidad de motivos e intereses. De lo contrario esa masa movida por las necesidades inmediatas o por medidas inconsultas (aumento del pasaje del metro, aumento de impuestos directos) se hubiera transformado en un cuerpo orgánico, un grupo en fusión con unidad de criterios para tomarse el poder. Ante la ausencia de un cuerpo organizativo, la acción popular sin orientación ni metas definidas se vuelca a las calles a destruir todo aquello que les signifique el enemigo interno. Al final, todo vuelve a la normalidad con un alto costo en pérdida de vidas y bienes materiales.
Estos movimientos, cuya duración e intensidad depende del resentimiento acumulado y de las necesidades acuciantes de los sectores populares y que tienen como antípoda la corrupción y cinismo de los gobiernos, no logran suficientemente consolidación para asumir el control del poder político, pero son suficientes para poner en crisis un sistema que por sus propias falencias se debilita desde adentro. Ese es el fenómeno que vemos repetirse en Latinoamérica en los cuales, a lo sumo, se neutralizan con acciones de autogolpes o golpes legislativos más para sedimentar las inquietudes de la población que para lograr cambios sustanciales, pero que capaces de desbordar los controles políticos-militares y recurrir al desenfreno.
Luego de defenestrada la dictadura militar ampliamente demonizada, los panameños anhelantes esperaban un apacible regreso a la vida democrática, a la probidad de sus gobiernos, a una efectiva representación popular y la transparencia de los actos públicos. A cambio de eso, obtuvieron más de los mismo de aquellas experiencias aberrantes antes del golpe militar. Como si un bypass gástrico hiciera un conectivo intestinal interrumpido entre el golpe de Estado de 1968 y lo uniera con la invasión de 1989 para que corriera el mismo detritus acumulado. Treinta años de las mismas recetas mal redactadas en los aciagos días de la independencia, en que la repartición del país recién inventado era la tónica del patriotismo santanero. Un poco más de tres décadas de esperanzas y mentiras; de crecimiento económico y hambruna a la puerta; de repartimientos solidarios y de miseria indiferenciada.
A eso se refería el pesimismo del amigo Stoute en su exposición mañanera. No era una actitud existencial sacada del tintero, es una toma de conciencia de una grave crisis que se avecina galopante y que los principales impulsores y protagonistas no la ven venir. Como en la novela de Thorton Wilder (Los idus de marzo, 1948) en que los presagios interpretados por los sacerdotes anunciaban el grave peligro que acechaba a Julio César y culminaron con su asesinato en la antesala del palatinado; ahora los idus de adviento parecen ser las anunciaciones precedentes a difíciles días que debe enfrentar el país con el corolario evidente del fin de aquellos beneficios y prelaciones obtenidas en la pandemia, confrontadas con un cúmulo de carencias y padecimientos enmascarados con una solidaridad mediática y clientelista.

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