Los futuros de ayer, y de mañana

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La especie humana se enfrenta a un desafío planetario.

Por Guillermo Castro Herrera
Sociólogo

Si lo pensamos un poco, podremos darnos cuenta de cuánto influyen en nuestro trabajo y nuestras expectativas los nombres que otorgamos al presente que tenemos y el futuro que deseamos. Así, por ejemplo: pasar de la barbarie a la civilización, del atraso al progreso, del subdesarrollo al desarrollo; del Tercer Mundo al primero han sido aspiraciones muy extendidas en las sociedades de nuestra América a lo largo de los últimos 200 años.

Usualmente, sin embargo, utilizamos esos términos sin prestar mayor atención a dos elementos de gran importancia. Uno, el correspondiente a su origen y su significado. Otro, que siempre se presentan en pares excluyentes, donde uno expresa lo que no deseamos, y el otro aquello a que aspiramos. Esto, hoy, puede ser un problema para identificar con claridad nuestras opciones de futuro, pues ya no contamos disyuntivas entre pares, sino con opciones múltiples y difusas, a menudo difíciles de identificar con precisión. Y eso es un claro síntoma del carácter volátil, incierto, complejo y ambiguo de los tiempos que vivimos.

El binomio desarrollo-subdesarrollo ha dado paso a la meta de un desarrollo calificado como sostenible, en evidente aunque no explícito contraste, con la insostenibilidad de una economía mundial organizada para el crecimiento ilimitado.

En realidad, esas maneras de nombrar los estados del presente y las disyuntivas del futuro forman parte de lo que el historiador norteamericano Immanuel Wallerstein ha llamado el desarrollo de la geocultura del moderno sistema mundial. Esto explica que sociedades muy diferentes hayan asumido esas categorías para explicarse los vínculos que fueron estableciendo entre sí en el proceso de formación del primer mercado mundial en la historia de la humanidad.

Antes de la formación de ese mercado había otras categorías, que no eran vinculantes, sino excluyentes. Griegos y chinos consideraban bárbaros a los integrantes de todas las demás sociedades humanas, del mismo modo que la Europa medieval se definía como el espacio de la Cristiandad, por contraste con –y en oposición a– toda sociedad que no participara de su fe. Estas oposiciones se fueron diluyendo a lo largo de la fase inicial del proceso de formación del mercado mundial por el capitalismo, entre 1450 y 1650. Para 1750, ese proceso había progresado de manera notable, vinculando entre sí –mediante el intercambio comercial constante y creciente– a sociedades que hasta entonces habían coexistido en un relativo aislamiento.

Europa Occidental (y en particular Holanda, Inglaterra y Francia) dio una primera organización a ese mercado bajo una forma colonial, en que los colonizadores eran ellos y los colonizados, los demás. De entonces data el primer binomio vinculante en esta historia: el que opone la civilización a la barbarie como partes enfrentadas en un conflicto cultural, moral y político que solo podría resolverse con el triunfo de la primera.

Hispanoamérica tuvo una destacada participación en el desarrollo de ese conflicto. En 1845, el liberal argentino Domingo Faustino Sarmiento, exilado entonces en Santiago de Chile, publicó su libro Facundo. Civilización o Barbarie, que es probablemente la obra que mayor influencia ha tenido en la formación de la cultura política de los latinoamericanos. La civilización de Sarmiento era la del mercado mundial, como la barbarie que cuestionaba provenía del legado de la economía-mundo medieval hispana, en vías de desintegración.

La civilización para Domingo Faustino Sarmiento (1845) era el mercado mundial, y la barbarie el legado de la economía-mundo medieval hispana, en vías de desintegración. Para Martí (1891), la verdadera batalla se daba entre la falsa erudición y la naturaleza.

A lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, todo parecía dar la razón a Sarmiento. Pero en 1891, otro liberal –de orientación radical democrática– supo plantear, en el más rico y complejos de sus ensayos sobre nuestra política, que no había en nuestra América batalla “entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza”.[1] Martí expresaba en esa afirmación el paso a una etapa nueva, en la que el binomio civilización-barbarie dejaba lugar al de progreso-atraso, asociado al enorme potencial adquirido por la ciencia y la tecnología modernas a lo largo del siglo XIX, y las posibilidades que ese potencial abría para el crecimiento económico y el cambio social en los países hispanoamericanos.[2]

No se trataba ya tan solo de establecer un orden político y cultural capaz de garantizar la docilidad de las regiones periféricas ante la explotación de sus recursos humanos y naturales para beneficio de las sociedades del centro del mercado mundial. Ahora era posible la producción y exportación de bienes de alto volumen por unidad de precio-alimentos, minerales, fibras, para generar los ingresos necesarios que dotarían a nuestras sociedades de servicios hasta entonces inimaginados, como la luz eléctrica, el telégrafo, transporte público, agua entubada y centros de formación técnica y profesional.

La palabra progreso, y su derivado “progresista”, adquirió entonces un prestigio que perdura hasta hoy, mientras la de “atraso” pasó a designar, tanto los problemas técnicos y culturales que se oponían a la modernización de nuestras sociedades como la resistencia al cambio por parte de quienes temían a las transformaciones sociales que esa modernización podría acarrear. Esa pugna, sin embargo, se fue agotando con la crisis final de aquella fase de organización del mercado mundial, que vino a expresarse en el ciclo de guerras entre grandes potencias por la hegemonía en ese mercado, que se prolongó de 1914 a 1945.

De esa gran transición del mercado colonial al internacional surgió un binomio nuevo: el de desarrollo –definido alguna vez por el economista argentino y primer Director de la Cepal, Raúl Prebisch como “el progreso técnico y sus frutos” –, por contraste con el subdesarrollo que resultaba de la ausencia de ese progreso. El desarrollo así entendido tuvo un enorme atractivo en una comunidad de Estados nacionales cuyo número pasó de medio centenar en 1945, a cerca de dos centenares en la década de 1960.

Los pueblos que habían sido coloniales, en efecto, aspiraban ahora a ingresar a un círculo virtuoso en el que el crecimiento económico generara sociedades mejor educadas y atendidas en sus necesidades básicas y mucho más capaces, por tanto, de construir sus propias democracias.

El desarrollo se convirtió, así, en el referente más común del lenguaje político y burocrático de toda la comunidad interestatal entre las décadas de 1950 y 1970. Para la de 1980, sin embargo, se hizo evidente que el subdesarrollo de amplias regiones del planeta no era una anomalía del sistema internacional, sino una condición para el desarrollo de otras regiones más favorecidas.

Los primeros avisos provinieron de la degradación ambiental; los siguientes, del desorden financiero, y a ello siguió la evidencia del deterioro de las condiciones de vida de grandes grupos de población rural y urbana en Asia, África y América Latina. Hoy, los sueños del desarrollo han devenido la realidad de un mundo en que se combinan el crecimiento económico incierto con una inequidad social persistente, una degradación ambiental creciente y una erosión constante de la institucionalidad.

De entonces acá comenzó a gestarse la confusión reinante hoy, cuando la claridad así fuera aparente del binomio desarrollo-subdesarrollo ha dado paso a la meta de un desarrollo calificado como sostenible en evidente, aunque no explícito, contraste con la insostenibilidad de una economía mundial organizada para el crecimiento ilimitado. Con ello, nuestra especie ha ingresado en una etapa inédita en su historia, en la que por primera vez desde el siglo XVIII carece de una opción de futuro claramente definida frente a un presente que merezca ser rechazado.

De hecho, estamos en un momento en que la realidad se muestra superior a las ideas con que hasta ahora hemos intentado explicarla y construirla. Hoy nuestro problema no consiste tanto en ofrecer mejores respuestas a los problemas del presente desde una racionalidad en crisis, sino en producir mejores preguntas ante una realidad en transformación, para identificar así las oportunidades que esa circunstancia nos ofrece.

En esta circunstancia sólo podemos estar seguros de que el verdadero problema a resolver es el de encarar las amenazas que hoy enfrenta el desarrollo de la especie que somos. Y esto solo tendrá solución en la medida en que seamos capaces de crear una circunstancia distinta, en la que nuestro desarrollo sea sostenible por lo humano que llegue a ser, recuperando todo lo mejor de nuestro pasado en la construcción de un futuro muy superior a nuestro presente.

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