Desde hace años, Panamá enfrenta el paso de olas migratorias de personas que buscan hacer realidad el sueño americano de paz y prosperidad. Para tratar de vivir esa fantasía en Estados Unidos, miles de migrantes atraviesan territorios hostiles, cruzan zonas selváticas y desérticas, se exponen a secuestros y caen en la trampa que representa el tráfico humano, a cambio del pago de dinero.
A través del arte publicitario, el gobierno de Washington vendió la idea de un mundo ideal de “súper amigos”, un sistema de bienestar social o “welfare” con una vida llena de lujos, comodidades y oportunidades, pero ahora le cierra la puerta en el rostro a los refugiados del hambre, que los perdieron todo a causa de conflictos armados o de los duros efectos económicos de la sindemia de Covid-19.
La administración del ex presidente estadounidense Donald Trump construyó un muro en la frontera con México, mientras que su sucesor, Joe Biden, quiere que los países latinoamericanos, en especial Panamá, contengan el flujo de “indeseables”, del que sacan provecho los guías o “coyotes” que los empujan a cruzar ríos caudalosos, zonas costeras y largos tramos en la intrincada y peligrosa selva.
El director del Servicio Nacional de Fronteras (Senafront), Oriel Ortega, anunció que en la actualidad se realiza “coordinaciones” entre los gobiernos de Panamá y Colombia para enfrentar el éxodo de más de 10.000 personas, muchas de ellas indocumentadas, que intentan pasar a territorio panameño a través de trochas en zonas limítrofes, con el objetivo de llegar a Estados Unidos.
En las declaraciones del jefe del Senafront se percibe cierto grado de ingenuidad, al pensar que en Colombia se respetan los derechos humanos y que el gobierno de Bogotá es cumplidor de diversos acuerdos internacionales. Basta recordar que muchos de esos migrantes fueron previamente asaltados, golpeados y abusados por grupos paramilitares que actúan con impunidad en ese país.
Cuando la situación se vuelva insostenible y perturbadora en los campamentos improvisados, las autoridades colombianas simplemente abrirán la válvula migratoria para que esos seres desesperados traspasen los límites. En ese preciso momento, el problema se convertirá en un reto político y diplomático para Panamá, mientras que Estados Unidos sugerirá: ¡arréglenselas como puedan!
El gran problema, es que Panamá carece de una política exterior firme y audaz para poner en su justo lugar esa situación y exigir el cumplimiento de la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados, de 1951, renovar el Pacto Mundial sobre Refugiados, y convocar una conferencia hemisférica con el concurso de Naciones Unidas, para discutir la grave crisis que genera la migración masiva.
Panamá debe ser fiel a los principios soberanos y hacer respetar su voz regional, sin hacerse cómplice de mandatos inhumanos que revelan el deterioro del modelo económico neoliberal. No obstante, debe actuar con sagacidad. Hoy, se calcula que, a causa de la crisis, unos 281 millones de personas residen actualmente fuera de sus países de origen y esa cifra aumenta en forma acelerada.