La hospitalidad y los extranjeros en tiempos de terror y emigración

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La hospitalidad y los extranjeros en tiempos de terror y emigración

Por Elke Dauk | Goethe-Institut, Humboldt
Escritora y periodista especializada en los campos de la Filosofía y las Ciencias de la cultura.

¿Por qué habría de tener mala conciencia por trasladar a seres humanos a través de la frontera?”, pregunta en un documental de la televisión alemana una joven traficante de inmigrantes ilegales a un funcionario de la guardia fronteriza que la ha detenido en la frontera entre la Unión Europea y Ucrania.

“¿Acaso esas personas no tienen el mismo derecho a tener una vida digna?” Ésa es la cuestión central ante la que nos pone todo emigrante en la actualidad. Porque lo que para unos constituye un dique necesario contra el flujo cada vez más creciente de inmigrantes ilegales es para otros el único horizonte de esperanza. Y así es en todas partes, en cualquier frontera. En la de México con Estados Unidos, en la nueva frontera de miles de kilómetros de longitud en el este de la ampliada Unión Europea y, de forma aún más dramática, en el sur de Europa, en las costas mediterráneas de España, Italia y Francia.

Para llegar a ellas, son incontables los africanos que vagan durante meses, a veces incluso durante años. Huyen del hambre, de la miseria y del genocidio, y si tienen suerte, llegan por fin al pequeño enclave español en el norte de África, es decir, a territorio europeo. Desde hace un año, sin embargo, tan sólo les esperan allí un muro bien vigilado, que debe mantenerles fuera, y los policías de frontera, que los detienen, los internan por algún tiempo y luego los envían de vuelta a su país de origen. Otros lo intentan cruzando el mar Mediterráneo, sobre todo ahora en el verano, y utilizan para ello diminutas embarcaciones o cargueros atestados hasta la desesperación. Muchos lo consiguen, pero muchos son también los que se ahogan. Lo mismo a pie, a través de caminos secretos, que por vía marítima, todos ellos buscan una nueva patria; y para ello avanzan luchando a brazo partido con un entorno incierto, lleno de enemigos y de hostilidades, al que sólo pueden sobrevivir con osadía y astucia. Un destino que, en cierto sentido, nos recuerda al del legendario Ulises.

Porque también Ulises, ese arquetipo primigenio de todos los emigrantes, vagó durante diez años a través del Mediterráneo en busca de su patria, Ítaca. Naufragó en repetidas ocasiones, harapiento y enfermo, en islas distintas y en las costas del Mare Nostrum, y en cada ocasión se preguntaba: “¿A qué pueblo he llegado esta vez?, ¿son bandidos desalmados o amigos del sagrado derecho de la hospitalidad?”
La búsqueda de otras orillas

Para la antropóloga cultural Regina Römhild, que investiga actualmente las rutas y las vidas de los emigrantes, La Odisea muestra que esa “búsqueda de otras orillas” se repite una y otra vez, y forma parte de la condición humana como el respirar. “El encuentro con lo ajeno es el motor decisivo para el desarrollo de la Humanidad, pues de otro modo no habría innovación, no habría desarrollo cultural, no habría realmente nada”. Hasta los ardides y los trucos de los emigrantes se parecen en todas las épocas: cavan túneles, trepan muros, se ocultan en compartimentos de equipaje, en contenedores, en cajas. Sólo los modos de tratar a esos congéneres son en extremo diferentes según la época, la cultura y las circunstancias políticas. El inmigrante ilegal proveniente de África o de Ucrania, de México o de otros países latinoamericanos es un ser indeseado y despreciado; Homero, por el contrario, celebraba al astuto Ulises como a su héroe. Y la hospitalidad que disfruta el personaje de ficción es enaltecida por el bardo Homero en su epopeya como la fiesta de una humanidad fabulosamente generosa: los buenos anfitriones acogen primero amablemente al harapiento forastero, aplacan su sed, le sirven los manjares más deliciosos, le lavan, le preparan a continuación un lujoso alojamiento para pasar la noche, y le entregan valiosos regalos al despedirse. En gratitud, y en cierto modo también en retribución, Ulises les cuenta sus increíbles aventuras en un mundo hostil e inhumano.

En el fondo, Ulises, en sus tortuosos viajes, va marcando por primera vez los límites de un mundo humano. Y es que el héroe homérico no encuentra la humanidad entre las diosas del amor Circe y Calipso, que no saben lo que es pasar hambre; como tampoco la encuentra donde el gigante Polifemo, el devorador de hombres. Un mundo humano, según el estribillo recurrente en La Odisea, sólo existe allí donde “se come el pan y se bebe el vino, donde se respetan las leyes de la hospitalidad”. Compartir el pan y el vino con otros, como en la última cena de la cristiandad. En La Odisea nace la idea de ecúmene, entendida ésta como una comunidad de gente hospitalaria que une a los hombres por encima de toda frontera étnica y cultural.

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