Durante la triunfante revolución comunicacional de la segunda mitad del siglo XX, ocurren dos fenómenos: el acceso medianamente libre a la información y su recepción mediática. En otras palabras, sólo tenemos acceso a la información que los poderes económicos nos desean transmitir. Por tanto, la información recibida a través de los poderes comunicacionales –y por la naturaleza de su origen– no puede ser distinta a la que está vacía de contenido, manipulada, efímera e individualizadora.
En este contexto mediático, el hombre cartesiano ha sido desplazado de la centralidad del universo por la culocracia, que no es otra cosa, que la represión del individuo a través del entretenimiento fácil, vulgar y superfluo, utilizando al trasero como imagen hegemónica de ésta modernidad informática. Esto cosifica a la mujer; la convierte en mercancía con valor de uso y de cambio estipulados en el mercado. La culocracia es una de las herramientas que utilizan los poderes económicos para estupidizar a los pueblos.
Esta población que debería ser activa, lúcida y crítica, termina siendo embelesada con contenidos chatarra y adoptando los símbolos de la culocracia, encarnados en la figura de la mujer y su trasero –en el sentido más grosero de la palabra– y en la obsesión por consumir y ostentar bienes materiales.
Ante ese espejismo de los bienes materiales y del prototipo de mujer publicitada, los individuos –lejos de poder adquirirlos–, terminan por sentirse miserables. Esto los estimula a creer en una cultura de consumo, traducida por los poderes comunicacionales, como el “camino a la felicidad”. Además, sobre la base de esta farsa, el hombre realiza en su imaginario a la mujer como un bien material, de manera que puede sentir control y posesión sobre ella. Incluso, cree que puede obtenerla como resultado exitoso de la acumulación de bienes materiales, lo que es una percepción errónea.
Lo dicho se traspola a la dominación, principalmente del poder económico sobre la mujer y todo lo que ello implica, desde la forma de pensar hasta de actuar o soñar. Esto sin descuidar al mismo tiempo al hombre, quien se encuentra –bajo estas y otras formas de dominación– dentro de esta falsa realidad que presenta la lógica mercantilista del capitalismo sobre la sociedad.
El caso de Panamá no es la excepción, las industrias del alcohol, del entretenimiento, medios de comunicación, los casinos, la banca, entre otras tantas corporaciones, mercadean sus productos y servicios a través de la utilización de la mujer como carne de anzuelo, utilizando su trasero como un espectáculo que asegura consumo y rating, eludiendo todo significado complejo. La complejidad es sinónimo al aburrimiento.
Estas formas de dominación pueden ocultarse detrás de promociones “benefactoras” para las mujeres, como son los famosos ladies night, 2×1 únicamente para ellas, entradas libres para mujeres, entre otras que no solo reflejan la utilización de la mujer como anzuelo, sino que legitima a la mujer como individuo con poco poder adquisitivo, e indirectamente justifica las escalas salariales desiguales, el desempleo y roles limitados en el mercado laboral para las trabajadoras y profesionales.
De la culocracia como forma de dominación, sólo puede surgir una cultura neutralizante y de discriminación contra las mujeres. Las dictaduras capitalistas del siglo XX que reprimían violentamente, basadas en el terror han optado, en el siglo XXI por la dominación de los pueblos a través del goce, sometiendo así la conciencia de los sujetos, mientras saquean sus bolsillos.