El último viaje del buque fantasma

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William Turner (1775-1851), “Barco ardiendo”, 1830, Tate Gallery, Londres. Foto: wikimedia Commons

El último viaje del buque fantasma

Por Héctor Abad Faciolince

(1958, Medellín, Colombia) es escritor y periodista. Ha publicado numerosos libros de narrativa, entre ellos Angosta (2004), El olvido que seremos (2005), El amanecer de un marido (2008) y Traiciones de la memoria (Alfaguara, 2009). Su último libro publicado es de poesía: Testamento involuntario (Alfaguara, 2012).

Goethe-Institut e. V., Humboldt Redaktion

Quizá el más misterioso y el más bello de todos los romances tradicionales españoles sea el “Romance del Conde Arnaldos”. Lo que cuenta es muy simple: el encuentro fortuito del infante Arnaldos con un buque fantasma, con una galera de ensueño, que viene “sobre las aguas del mar” y “a tierra quiere llegar”. El barco es maravilloso: “Las velas trae de seda / jarcias de oro torzal / áncoras tiene de plata / tablas de fino coral. / Marinero que la guía / diciendo viene un cantar / que la mar ponía en calma / los vientos hace amainar / las aves que van volando / al mástil vienen posar / los peces que andan al fondo / arriba los hace andar”. El infante quisiera aprender la canción fantástica que canta el marinero y le pide que se la enseñe. La respuesta del marinero es una de las más hermosas de la lengua castellana: “Yo no digo mi canción / sino a quien conmigo va”.

Muchos de quienes viven a la orilla del mar (o al menos en el desorbitado mar Caribe) han visto o han oído historias de buques fantasmas que pasan sin timón frente a la costa, con luces encendidas y velas desplegadas, o al revés y más fantasmales aún, sin luces encendidas ni velas desplegadas. En los años de Humboldt, cuando los viajes largos se hacían siempre por mar, no era tan raro encontrar buques a la deriva: un barco era un micromundo y a veces todos sus ocupantes se enfermaban de una misma enfermedad, y la epidemia cerrada mataba a marineros y pasajeros, o un motín de esclavos mataba por parejo a negros y negreros, y el barco seguía flotando a la deriva, con su carga de sombras, incluso durante años, en la mitad del océano y a veces frente a las costas.

Quien mejor ha contado el paso fantástico de una de estas maravillas es Gabriel García Márquez en su cuento “El último viaje del buque fantasma”. Conviene leerlo completo, pero el solo comienzo nos deja ya fascinados:

Ahora van a ver quién soy yo, se dijo, con su nuevo vozarrón de hombre, muchos años después de que viera por primera vez el transatlántico inmenso, sin luces y sin ruidos, que una noche pasó frente al pueblo como un gran palacio deshabitado, más largo que todo el pueblo y mucho más alto que la torre de su iglesia, y siguió navegando en tinieblas hacia la ciudad colonial fortificada contra los bucaneros al otro lado de la bahía, con su antiguo puerto negrero y el faro giratorio cuyas lúgubres aspas de luz, cada quince segundos, transfiguraban el pueblo en un campamento lunar de casas fosforescentes y calles de desiertos volcánicos, y aunque él era entonces un niño sin vozarrón de hombre pero con permiso de su madre para escuchar hasta muy tarde en la playa las arpas nocturnas del viento, aún podía recordar como si lo estuviera viendo que el transatlántico desaparecía cuando la luz del faro le daba en el flanco y volvía a aparecer cuando la luz acababa de pasar, de modo que era un buque intermitente que iba apareciendo y desapareciendo hacia la entrada de la bahía, buscando con tanteos de sonámbulo las boyas que señalaban el canal del puerto, hasta que algo debió fallar en sus agujas de orientación, porque derivó hacia los escollos, tropezó, saltó en pedazos y se hundió sin un solo ruido, aunque semejante encontronazo con los arrecifes era para producir un fragor de hierros y una explosión de máquinas que helaran de pavor a los dragones más dormidos en la selva prehistórica que empezaba en las últimas calles de la ciudad y terminaba en el otro lado del mundo, así que él mismo creyó que era un sueño, sobre todo al día siguiente, cuando vio el acuario radiante de la bahía, el desorden de colores de las barracas de los negros en las colinas del puerto, las goletas de los contrabandistas de las Guayanas recibiendo su cargamento de loros inocentes con el buche lleno de diamantes, pensó, me dormí contando las estrellas y soñé con ese barco enorme, claro, quedó tan convencido que no se lo contó a nadie ni volvió a acordarse de la visión hasta la misma noche del marzo siguiente, cuando andaba buscando celajes de delfines en el mar y lo que encontró fue el transatlántico ilusorio, sombrío, intermitente, con el mismo destino equivocado de la primera vez…

Un barco es mucho más propicio que un avión para las efusiones fantásticas y las maravillosas exageraciones del romancero o de los novelistas. Pero incluso en avión pueden suceder esos viajes poéticos, así sean más breves y produzcan menos imágenes de ensueño. Hace algunos años leí la noticia de un avión privado que se elevó por encima de la altura permitida para su modelo. Tuvo una despresurización súbita que hizo perder el conocimiento y luego la vida a todos sus ocupantes, por falta de oxígeno. El avión siguió volando, con el piloto automático, a quince mil metros de altura, con toda su carga de pasajeros muertos, como un buque fantasma, hasta que se le acabó la gasolina y se precipitó a tierra, seguramente con el mismo despliegue de fuegos y de luces con que el buque de García Márquez se estrella contra el pueblo.

Una revista, un proyecto cultural ambicioso que une países, lenguas y continentes, una aventura de tanta envergadura, un viaje de ideas inspirado en uno de los más grandes viajeros de la historia, Alexander von Humboldt, se parece mucho a un barco que navega, y surca las aguas del océano, de ida y vuelta, con mercancías culturales, con palabras que van y vienen y conversan y discuten entre sí. Los marineros de esa galera fantástica, con velas de seda y anclas de plata, van cantando sus canciones, y hay embeleso en los lectores, que ya no sienten las olas, ni el mareo, ni el aburrimiento, ni la angustia. Si alguien de afuera preguntara cuál es el secreto para tanta magia, los marineros bien podrían decirle que para entender esa canción hay que montarse en el barco: “Yo no digo mi canción / sino a quien conmigo va”. Los que están fuera de esa aventura, difícilmente la entiendan. Como no la entienden, suspenden las provisiones, el agua dulce y el alimento fresco. Los marineros seguirán cantando, sin embargo, hasta el último aire, y la revista se convertirá en un buque fantasma a la deriva, con su carga de sombras, y es posible que se hunda “sin un solo ruido”, aunque este naufragio debería provocar “un fragor de hierros y una explosión de máquinas que helaran de pavor a los dragones más dormidos”.

Los que vean pasar desde la orilla ese buque maravilloso de otros tiempos, con sus velas desplegadas todavía, aunque algo rasgadas y maltrechas, con sus tablas de coral, con sus cuerdas trenzadas de oro, pero ya a la deriva, ya sin dirección, ya mudo, a punto de estrellarse contra los arrecifes, con todos los marineros muertos, pensarán, ay, cómo es posible que dejen naufragar esta maravilla, cómo es posible que de tantas canciones que entre ellos cantaban para calmar las aguas, los vientos, los vuelos, las fieras, no vaya a quedar nada. Pero algo quedará, algo que es mucho más que nada, en realidad, pues sobrevive lo que ya se hizo: cientos de barcos a la deriva, cientos de revistas fantasmas que pasarán frente a costas extrañas, así solo sea de vez en cuando, para fascinación de los infantes que conserven los ojos y la curiosidad de ojearlas y de leerlas, alguna noche, fascinados, en la cima de una montaña o a la orilla del mar.

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