Ernesto A. Holder
Columnista
La Estrella de Panamá
La discusión sobre qué es ser patriota o no, se puede realizar desde varias perspectivas. Los que invierten dinero y crean oportunidades de negocios y en eso, fortunas personales, puede que se abroguen el título. Para mí, los que exponen el pellejo por el bien de los otros bajo el cielo de la patria, ocupan un lugar singular, más cuando son hechos dramáticos e inigualables.
Tenía yo casi cinco años cuando los sucesos del 9 de enero de 1964… tengo muy vagos recuerdos. Tienen que ver más sobre las reacciones y comentarios a lo interno de la casa, en el seno familiar. Los vecinos que comentaban. Sin Twitter ni Whatsapp, los mensajes llegaban de terceras y cuartas fuentes en la cumbre de la loma de la calle 19 de Río Abajo; lejos, muy lejos, de la hoy avenida de los Mártires. Pero de los detalles, nada, no me acuerdo. Mi compromiso con los mártires y la patria se fue tejiendo poco a poco a lo largo de las siguientes décadas.
Pero sobre el 20 de diciembre de 1989, no tengo dudas: ninguna. Ayer se conmemoraron 31 años de la Invasión. Una ocupación violenta y sanguinaria. Uno de los episodios más crueles y trágicos de la vida nacional. Se podrá decir que los actos de conmemoración han sido un tanto sobrios por efectos de la pandemia, pero casi siempre, eventos oficiales del Gobierno han sido sobrios durante la mayoría de los años sin pandemia.
En entregas anteriores señalé que: “A mucho pesar, Panamá no es más que un lugar en donde vive gente. Una población que piensa y funciona en el presente vago; ayudado por los medios: con la fabricación de figuras artificiales y vacías que no agregan valor a lo sucedido en las últimas décadas del siglo pasado de eventos que costaron vidas por la defensa de la dignidad nacional y la recuperación e integración del territorio panameño”.
Tener momentos de recordación de hechos tan traumáticos para el conjunto de la sociedad, parece no ser primordial, mucho menos tan cerca de una fiesta en donde la algarabía y el consumismo es lo primordial y divertido.
Proporciones guardadas, el 20 de diciembre nos llega este año en momentos en donde la amenaza y la letalidad es la más peligrosa desde la llegada del coronavirus a nuestra tierra. Si pensábamos que estaríamos mejor en junio, julio o como tarde, septiembre, diciembre asusta con unos 204 mil ciudadanos contagiados y unos 3500 fallecidos hasta el viernes pasado.
A pesar de esas deprimentes cifras que no prometen disminuir por el momento, muchos ciudadanos no toman conciencia de la responsabilidad que tienen. Cuestionan y retan a las autoridades en las redes y en las calles, todos los días, con o sin razón, sobre las medidas y los esfuerzos que se trata de realizar con el fin de que otros nacionales o visitantes no contraigan el virus y pongan sus vidas en peligro. Esas medidas, como sabemos, incluyen las económicas que serán difíciles de “normalizar” a más largo plazo, una vez el asunto de la COVID-19 comience a controlarse en firme.
Mientras eso ocurra, conocemos de algunas historias de afectados y fallecidos en esta pandemia que no hacen más que sacar lágrimas del alma. Tal vez, las más dolorosas son sobre los trabajadores de la Salud, los que han dado su tiempo, preparación personal y dedicación a la causa de atender contagiados y tratar de salvar vidas. Vidas de aquellos que, en algunos casos, hicieron caso omiso a las recomendaciones sanitarias. Qué mejor y tan noble manera de servir a la patria, salvando vidas.