De la invasión a Panamá, 27 años después
Por José del Rosario Sánchez Franco
Consultor y Asesor en Comunicación Política y Organizacional jdelrsf@gmail.com; twiter: @jdelrsf
“La única verdad es la realidad», Juan Domingo Perón.
Eran las 11:50 de la noche del 19 de diciembre de 1989. Yo dormía, cuando sonó el teléfono. Era la señora Araceli quien llamaba. Sus primeras palabras no las entendí, y tuve que volver a preguntarle qué decía. Aparentó más calma, pero yo seguía escuchándola muy angustiada. Ella quería decir muchas cosas al mismo tiempo.
De su casa (en el área de Panamá Viejo) a mi hogar en Bello Horizonte había entonces una distancia que era cubierta en unos 30 minutos en autobús. Pensé en ir a ver qué le pasaba a la amiga. Cuando conseguí entenderle, escuché un ruido estremecedor no experimentado por mí. ¡Son los gringos, los gringos, están invadiendo Panamá!, gritó la mujer. Era –en efecto– la invasión del ejército norteamericano en marcha, a la que le nombraron “Panama, Just Cause”, la “Causa Justa por Panamá”.
Surgió una pena profunda que se mezclaba con miedo. Fue un sentimiento aterrador, que generaba una conmoción dual y hacía pensar que se acababa la patria, que había que salir a defenderla. Esa actitud nos la habían inculcado en los últimos dos años. La agresión mancillaba el sentido de pertenencia que durante las décadas de los 70’s y 80’s nos habían inspirado en la escuela, con la materia de Cívica, y después Filiberto Morales, en la cátedra de Relaciones de Panamá con los Estados Unidos. ¡Qué sensación más inexplicable! Al mismo tiempo, se percibía valentía, dolor e impotencia.
Era luna nueva, aun así, se divisaban entre las nubes unas siluetas como de aves gigantescas que sobrevolaban el territorio panameño. Ya era 20 de diciembre de 1989, Panamá y los panameños vivían el ataque más cruel que Estados Unidos había generado en otros momentos nefastos a través de la historia, como la matanza del 9 de Enero de 1964 (que en el 2017 se cumplen 53 años de luto), cuando fueron asesinados 22 jóvenes estudiantes héroes, y hubo más de 500 heridos igual bizarros. En 1989, toda la Ciudad de Panamá y otras partes del país se vivió literalmente en la Europa de 1944, durante la Segunda Guerra Mundial, que redujo las ciudades a escombros.
¡Qué dolor, qué tristeza! Por doquier había muertos, heridos, lágrimas, desorden, deseo de sobrevivencia; desasosiego ante el qué vendrá mañana. El país más poderoso, con un ejército cuya capacidad objetiva de ganar era indiscutible, atacaba inmisericorde y ventajosamente a uno de los países más pequeños del mundo, con apenas dos millones de habitantes en ese entonces.
Estados Unidos mantenía su ambicioso plan de ser dueño del globo terráqueo, en el papel de “centinelas de la democracia”. En el Medio Oriente (Irak, Irán, Arabia, Kuwait) estaba la veta petrolera que requería “the United States” para mantener el control sobre el mundo. Hicieron todo lo bélicamente posible para tomarse esa región. Saddam Hussein había dicho que si EE.UU. invadía a Irak, daría “La madre de todas las batallas”. El ejército gringo requería ajustar armas antes de ir al Golfo Pérsico. Así, los estadounidenses estrenaron su arsenal en Panamá, para evitar errores después de que desenfundaron como los pistoleros del Viejo Oeste, como Jesse James, o como el ejército del Norte, que casi arrasó a los llamados pieles rojas (apaches, comanches, cheyennes y otras tribus que querían libertad y sus territorio). Si esa atrocidad fue cometida con los suyos, qué se esperaba de nosotros, sino agonía.
Las armas ya no eran aquellas utilizadas en la II Guerra Mundial, los fusiles M16, o las ametralladoras M60, armas al fin y al cabo con las que se mataba en guerras convencionales. Contra Panamá fueron utilizados tanques digitalizados, electrónicos, vehículos Hummer sofisticados, nuevos Cazas F-117, los Seath Bombers con su capacidad de volar sin ser escuchados ni detectados por radar. Los gringos requieran probar todo y la oportunidad estaba dada. Casi acabaron la ciudad con su equipo láser. También invadieron con bombarderos B-52 y C-130. Volaron helicópteros Apache y Cobra, y más de 25.000 soldados con todo su innovador atuendo, que consistía en visores nocturnos y chalecos antibalas nunca usados. Era el Comando Sur en apogeo, contra un minúsculo país latinoamericano y apenas 10.000 efectivos policiales, sin fuerza aérea, sin marina, nada comparable con lo que ellos traían. La desigualdad era abismal. Acá, los del patio, como decía Omar Torrijos, el pueblo uniformado, preparado con entrenamiento físico, táctico y estratégico, pero sin ninguna experiencia de guerra real.
De acuerdo a informaciones, en la Ciudad de Panamá hubo fuertes explosiones que fueron atribuidas a más de 415 bombas de alto poder durante la madrugada del 20, toda la mañana y parte de la tarde. Fueron horas de bombardeo y disparos contra la población civil. El propósito era reducir al pequeño ejército panameño, mientras amedrentaban a los ciudadanos para que no defendieran su territorio e integridad nacional. Llegaron a mi mente las imágenes de la II Guerra Mundial. Era el mismo ejército que encabezara Dwight Eisenhower, en la invasión a Normandía en 1944, para la liberación del régimen nazi de Adolfo Hitler, pero más letal.
Antes de la invasión, Panamá vivía su propia realidad, con la que tampoco yo estaba de acuerdo, porque había excesos de poder desde todos los ángulos. La corrupción entre gobernantes y empresarios era cotidiana. Se había extendido el trasiego ilícito de drogas y armas, los problemas estructurales y la pérdida de valores eran la inclinación. Pese a ello, estoy seguro de que la solución no era la invasión. El objetivo bélico fue desarticular el sistema nacionalista que se pretendía instaurar en Panamá. La ganancia colateral fue probar armas e intimidar a los adversarios como una exhibición del “Gran Hermano”, convertido el neo Caín de América.
Diversos grupos han atribuido todos los males de la invasión al depuesto general Manuel Antonio Noriega, quien también era jefe del Gobierno, con plenos poderes. Tal título, fue una estrategia de sus adeptos, para que –de ser necesario– tuviera capacidad de convocatoria para concitar el apoyo internacional. Pero tal nombramiento no le importó a George Bush padre, presidente de EE.UU., quien estaba convencido de que, si requiriesen voltear al país al revés, lo harían. ¡Y lo hicieron!
El 20 de diciembre de 1989, miles de personas, como mi padre y yo, salimos a las calles. Eran las 10:30 de la mañana, nadie había dormido debido a esa experiencia extraña, de ver al país en ruinas, no únicamente por los edificios, calles y casas arrasadas. Ese sentimiento provenía de ver a los muertos abandonados en las calles, en medio de una ola de saqueos.
Veintisiete años después, el supuesto objetivo de la invasión estadounidense a Panamá, de lograr un mejor país en todos los sentidos, se esfumó. No sólo hay que recordar a los 3.500 muertos en la invasión, sino a las víctimas de la delincuencia organizada, la desidia, el mal gobierno, que vinieron en los años siguientes a la mal llamada Operación “Panama Just Cause”.