Roque Dalton resucita en las siemprevivas

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Roque Dalton resucita en las siemprevivas

Por Rolando Gabrielli

El poema puede ser improbable,
frágil como la palabra
y aun así permanecer,
estar o no estar,
ser señal inesperada,
nada más que unas
cuantas palabras.

Rolando Gabrielli

Esta es la noche de Roque Dalton. Yo escribo como si lo supiera. En su libro El turno del ofendido, que leí a mediados de los sesenta, en su poema “Alta hora de la noche” nos advierte que no pronunciemos su nombre cuando sepamos que ha muerto. Según la cábala del poeta, se detendrían la muerte y el reposo. Roque Dalton, que desafió todos los peligros e intentó todos los poemas, murió joven y de muerte estúpida, que los archivos de la historia salvadoreña registran como si un pozo negro hubiese sepultado su voz.

No fue así, por más que la historia de su muerte se revuelque en una tumba desconocida, esa que dejan abierta a los tiempos de la justicia, y en verdad fueron los perros de la muerte.

A Dalton no se le puede dividir entre la luz y la oscuridad o la poesía y la política, cuya acción le condujo siempre a la vida, a un compromiso con la palabra y la acción.

Por un largo tiempo la muerte enemiga no pudo dar con la vida, el paradero del poeta en el país Pulgarcito de El Salvador, donde se respiraba milagrosamente bajo tierra y se moría doblemente: de bala y terror.

En la tierra de Pulgarcito, Dalton se transformó en una pesadilla a temprana edad para un sistema que asfixió al pueblo, día a día, por largas décadas, y cuya crueldad culminó con el asesinato, en 1980, del obispo Oscar Romero, en el propio altar de su iglesia celebrando la eucaristía.

Dalton fue asesinado en 1975. Su crimen y el de Romero, dos de los que más marcaron El Salvador del siglo pasado, siguen impunes. Las masacres formaban parte de la historia cotidiana y las miles de cruces que los pobres erigen en los cementerios de todo el país avalan estas palabras. Las suertes corridas por el obispo y el poeta fueron distintas. Monseñor Romero fue enterrado-embalsamado en la Catedral Metropolitana, en el corazón de San Salvador, la capital.

El cuerpo del poeta Dalton aún sigue sin paradero conocido y sólo se sospecha que sus asesinos lo arrojaron en El Playón, departamento de La Libertad. Un lugar desolado, cuya superficie está poblada de piedras oscuras, volcánicas, donde curiosamente suelen crecer las siemprevivas, cuenta su propio hijo Roque. El poeta había profetizado en su poema Como la siempreviva: “Mi poesía / es como la siempreviva / paga su precio / a la existencia / en término de asperidad”.

Monseñor Romero fue beatificado 35 años después de su crimen, en medio del clamor popular del pueblo salvadoreño, tan mártir como su pastor, abatido por la bala de un francotirador enviado por el régimen militar de turno. Fue el crimen del padre Rutilio Grande por los militares, en 1977, el que despertó al obispo Romero y le llevó a abrazar sin límites la causa de los pobres. Con la muerte de ambos se cerraba un ciclo y se abría otro de vastas consecuencias para la vida de los salvadoreños.

El pequeño mapa de la muerte

El pueblo que había puesto tantos muertos desde el fusilamiento de Farabundo Martí y la masacre del 32, enfrentaría una guerra civil por doce años. En un territorio de poco más de 21 mil kilómetros cuadrados, la historia recogería la escalofriante cifra de 80 mil muertos, miles de mutilados y unos 500 mil exiliados. Dalton, quien cumplió en mayo 80 años y 35 de su asesinato, está entre ellos. Un crimen bastamente documentado y sus ejecutores identificados, sólo falta justicia.

Quizás nunca se encuentre su cuerpo porque la leyenda urbana dice que lo enterraron a flor de tierra y que los animales se comieron el cadáver que arrojaron las otras bestias.

Lo más que se ha hecho por Roque Dalton en su país es declarar el día de su nacimiento, el 10 de mayo, como el Día Nacional de la Poesía en El Salvador, y alguna estampilla con su rostro.

En su poemario Las historias prohibidas de Pulgarcito, Dalton se refiere, en “Todos”, a la masacre de 1932, que se estima entre 30 a 45 mil indígenas y trabajadores salvadoreños. “Todos nacimos medio muertos en 1932”, advierte Dalton a modo de testimonio, e irónicamente. “Ser salvadoreño es ser medio muerto / eso que se mueve / es la mitad de la vida que nos dejaron”.

Nunca dejó de registrar la vida y muerte, el presente y el pasado como el futuro, la gente sencilla, sus luchas, el amor, sus convicciones, y a El Salvador lo cargó en su mochila insurgente.

Roque Dalton No sólo de palabras, poesía

El autor de Taberna y otros lugares, La ventana en el rostro, El turno del ofendido, Poemas clandestinos, le pide perdón a la poesía por haberla ayudado a comprender que no está hecha sólo de palabras. Su diálogo con el quehacer poético siempre fue crítico, irreverente, personal, con oficio y sinceridad. Para Dalton la poesía está en la vida y en los libros, al reencontrarse con ella en la lucha clandestina (me refiero a su poema A la poesía), no la considera sólo deslumbramiento, a este gran aderezo, como la califica, de la melancolía. Recurre a ella para que le mejore en su combate y considera que está en su lugar y no le aparta a él de su propio lugar. “Y sigues siendo bella / compañera poesía / entre las bellas armas reales que brillan bajo el sol / entre mis manos o sobre mi espalda”. Le confiesa, y asegura, pareciera que no le quiere dejar dudas de su vocación, que sigue brillando junto a su corazón y que nunca le ha traicionado.

A Dalton no se le puede dividir entre la luz y la oscuridad o la poesía y la política, cuya acción le condujo siempre a la vida, a un compromiso con la palabra y la acción. Todos los caminos que escogió le condujeron siempre, inevitablemente, a la revolución poética y política. ¿Su quehacer literario y político estaban escritos y él los volvía a reescribir?

Clandestino y de fácil carcajada

Era tan abierto como una carcajada, nariz aguileña arábiga, de mediana estatura, agudo, crítico, descomplicado, comprometido con sus causas: la poesía y la política. Escribió hasta el final de sus días en la clandestinidad y utilizó cinco seudónimos (uno de mujer) como si quisiera multiplicarse con su palabra en el pueblo. Sus alias literarios estudiaron derecho, como él, sociología, arquitectura; uno fue un dirigente católico universitario.

El poeta se sobrevivía en el lenguaje, acompañaba con las palabras el curso de sus días, mantenía un monólogo abierto a sus lectores y el humor atravesaba la cotidianidad de sus horas.

Sin embargo, advertía en su primer poema del libro Poemas clandestinos sobre nuestra moral poética, que no se debía confundir, “somos poetas que escribimos / desde la clandestinidad en que vivimos / No somos, pues, cómodos e impunes anonimistas”. Una verdadera declaración de principios, siempre fiel a sus propias convicciones y por ello no podemos soslayar a este Roque Dalton. Dice en uno de sus versos que “cabalgamos muy cerca de él (el enemigo), en la misma pista”. En el pequeño, diminuto, violento escenario del país Pulgarcito, solía escribir que “al sistema y a los hombres que atacamos con nuestra poesía / con nuestra vida le damos la oportunidad de que se cobren / día a día”.

Vivió la urgencia de los setenta, años de vida y muerte, la historia latinoamericana se tiñó una y otra vez de sangre. Dalton, exiliado en México, Praga y La Habana, como tantos latinoamericanos, no le restó horas ni coraje a su compromiso. Nunca abandonó su diálogo con la poesía, el amor, con sus lectores y pueblo. En “Como tú”, poema firmado como Timoteo Lúe, habla de sí mismo con sencillez y se compara al prójimo, a ti lector, a mí, y nos habla de sus afectos más puros y cotidianos: “Amo el amor, la vida, el dulce encanto / de las cosas, el paisaje / celeste de los días de enero / También mi sangre bulle / y río por los ojos / que han conocido el brote de las lágrimas. / Creo que el mundo es bello, / que la poesía es como el pan, de todos. Y que mis venas no terminan en mí / sino en la sangre unánime / de los que luchan por la vida / el amor / las cosas / el paisaje y el pan / la poesía de todos”.

Es la confesión simple de sus ternuras, el militante no va más allá o acá de la vida. Convoca y une no sólo su palabra y convicciones, sino su cuerpo, vida, sangre con los que luchan por los mismos principios, valores y el deseo de disfrutar las cosas bellas y sencillas de la vida, las de siempre.

Se sumergió en la clandestinidad, la lucha política y la poesía, sus dos mayores e irrenunciables urgencias. La pasión es una llama que se apaga y paga con la vida. No es una consigna en Dalton, sino una realidad cotidiana. “Viejos oficios de los libertadores y los mártires / que ahora son nuestras obligaciones”, escribe en la clandestinidad, los años finales de su agitada, corta y fructífera vida. Todo va muy rápido en su vida, Chile, México, La Habana, Praga, Moscú, La Habana, Vietnam, El Salvador, desde luego, la montaña rusa de sus días vertiginosos.

La muerte salvadoreña es joven

“Los hombres en este país son como sus madrugadas / mueren siempre demasiado jóvenes”, advierte Dalton en el 66/67 en su libro Taberna y otros lugares, fechado en Praga/La Habana. La verdad como si se mirara a un espejo. El título del poema es del todo sugerente: “El obispo”.

Hay cosas detrás de las cosas, historia antes, sobre y después de la historia —quizás la que más tenga futuro— y poesía como para registrar desde la ventana de Noé el diluvio.

“No pronuncies mi nombre cuando sepas que he muerto”, escribía en 1961-65 en su libro El turno del ofendido. No tenía treinta años y ya vislumbraba su futuro en esa olla de presión que fue por décadas El Salvador. En 1964, estuvo preso en la cárcel de Cojutepeque, pero de acuerdo con la leyenda que conocíamos en el sur a mediados de los sesenta, Dalton sobrevivió a un fusilamiento y un terremoto le permitió huir de una de las mazmorras. La caída de un presidente cuatro días antes de su ejecución fue también una salvación para él.

Dalton, que se reconoció en el canto nerudiano, vivió su propia realidad poética y su pequeña patria heroica le brindó un camino personal. Ahora vive una suerte de resurrección, después de varios intentos de asesinarlo, aunque bastó uno solo para que ello ocurriera.

“Patria dispersa: caes / como una pastillita de veneno en mis horas. / ¿Quién eres tú, poblada de amos, / como la perra que se rasca junto a los mismos árboles / que mea?”; y también: “¿A quién no tienes harto con tu diminutez?”, se interrogaba Dalton, con una mezcla de dolor, amor, vergüenza y de impotencia, podríamos decir.

Siempre entre el humor y el desgarramiento, le salvaba la ironía, la risa, porque la esperanza es lo último que pierde el pobre. Ahí, en el centro de la historia salvadoreña del siglo XX, se plantó el poeta que amaba la vida, no temía a la risa ni a las balas.

El poeta se sobrevivía en el lenguaje, acompañaba con las palabras el curso de sus días, mantenía un monólogo abierto a sus lectores y el humor atravesaba la cotidianidad de sus horas. En el poema “El vecino” se retrata a sí mismo con ironía y da a entender con el título que se trata de otro, pero es él, se biografía en la simpleza del texto. Con estos datos no hay que ir muy lejos para encontrar a un poeta. No se esconde detrás de las palabras, el poeta se visibiliza y convierte en común y corriente, uno más. En unos veinte versos pasa revista a sus años recorridos y dice, en el supuesto vecino, que trabaja, lee mucho, canta por las mañanas, suele beber cerveza al mediodía, conoce bien el fútbol, ama el mar, desearía tener un automóvil, ha vivido en París, cree haber escrito un libro en versos, paga sus cuentas al final del mes, ayudó a reparar el campanario. Ahora está en la cárcel prisionero, también es comunista, como dicen.

Dalton, siempre en su clandestina transparencia, hereda su canto a los desheredados de su pequeño país y de todas sus patrias.

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