Crisis política y ordenamiento jurídico en Panamá
“El hombre es masa hirviente,
y toma en los pueblos nuevos
la nobleza o vicios del molde en que cae.
El molde ha de ser firme y de virtud,
para que el pueblo sea bueno”…
José Martí, abril 1893.
Manuel F. Zárate P.
En el palpitar de nuestro pueblo se revela cada vez más y con mayor dureza, el rumbo de descomposición irreversible que está tomando el sistema jurídico nacional, que no resuelve los apremiantes problemas actuales de la sociedad. Lleno de permisibilidades ‒lo que es una verdad también para otras naciones‒, el hecho irrefutable es que en el mapa nacional funciona solo para unos pocos (cuando funciona), pero no para el conjunto de la sociedad. Las grandes mayorías sienten en carne viva, cómo este ordenamiento juega con sus intereses, o para decirlo mejor, cómo funciona en contra del “interés general” ‒en la acepción de A. Gramsci‒ y no, en representación de éste.
Nos corresponde tratar en la ocasión, la crisis del sistema jurídico nacional desde el ángulo político, terreno que al fin y al cabo es su antesala, pues es el lugar por donde entra y sale siguiendo la ley inevitable de todo sistema integral dinámico: nacimiento, desarrollo y muerte.
Hegemonía y bloque histórico
Relacionar el orden jurídico con el orden político nos lleva a considerar un aspecto teórico de importancia: la cuestión de la “hegemonía” de clase en la sociedad, como representación del “interés general”, y del “bloque histórico” como sustento social de dicho interés.
En la lucha entre las clases sociales y sectores de clase ‒motor de la historia‒ habrá siempre un estamento en particular que despliega una especial capacidad para representar el interés general de la nación, en un momento, periodo o etapa determinada de su desarrollo. Esa capacidad, al decir de Gramsci1, corresponde a una situación de hegemonía, en la que la clase en cuestión ejerce su liderazgo de tal manera que “tiene en cuenta los intereses y las tendencias” de los demás grupos involucrados en el proceso, sin renunciar a su interés fundamental; y se forma así un cierto equilibrio de compromiso entre los dirigentes y las capas sociales subalternas, conformando el conjunto un bloque histórico social que fundamenta el orden imperante.
Es de este modo que, bajo el dominio de la espada española por ejemplo, se construyó el consenso que sostuvo a la colonia, en la que negros e indígenas fueron asimilados a la sociedad colonial hispánica, primero en sus formas de esclavitud y luego en las feudales de explotación. También conviene subrayar, que fue desde el seno de esta sociedad y no al margen, que nace hacia los inicios del Siglo XIX el interés general por la independencia, bajo la fórmula liberal republicana liderada por comerciantes y hacendados criollos. Bolívar es el clásico símbolo jacobino del momento revolucionario.
El mismo perfil lo observamos ‒ya integrados los Estados independientes‒, cuando aparece el interés de la liberación nacional bajo las banderas de la revolución democrática, ante las manifestaciones neocoloniales de sojuzgamiento imperialista de finales del siglo XIX, de las que Martí es un ejemplo imperecedero; una revolución por cierto inacabada en el subcontinente y aún por realizar.
Cómo nace esta criatura?… La hegemonía se fragua a la luz de la intensa lucha social, política y económica entre los diferentes intereses de clases y de sectores de clases de la sociedad, y expresa en esencia una determinada correlación de fuerzas entre estas. Se produce entonces un nuevo orden destinado a consolidar y estabilizar la correlación consumada, caracterizado por instituciones y reglas estructurantes de un nuevo Estado. Pasa así la hegemonía de clase a ser administrada mediante los diversos mecanismos de gestión formal establecidos, que van desde los coercitivos y políticos, hasta los culturales e ideológicos que fermentan la identidad colectiva de la nación.
Mientras haya cohesión orgánica, habrá fuerza social; y en esta circunstancia se anida y vigoriza el “bloque histórico”, que debe superar los obstáculos opuestos al interés colectivo. Del mismo modo, cuando surgen nuevos intereses y su síntesis o interés general se desprende de la tutela del grupo hegemónico, habrá crisis y búsqueda de un nuevo orden; y la incapacidad del Estado para sostener la hegemonía se transformará poco a poco en capacidad para pervertirlo.
Gramsci en sus Notas Breves sobre la Política de Maquiavelo decía que, en la tarea o ejercicio de la hegemonía, la clase en el poder establecía un equilibrio entre consenso y fuerza. Pero entre una y otra estaba la corrupción cuando se le dificultaba la función hegemónica y el empleo de la fuerza le era demasiado peligroso… La corrupción es pues un fenómeno inherente a la crisis del orden existente; y desde este ángulo, no hay solución que no sea la formación de un nuevo orden, capaz de sostener el naciente interés general.
Clase hegemónica y orden jurídico, hasta 1968
Nuestro país no escapa a esta lógica de la historia. Fue el interés general de independencia, lanzado por el grito libertario del campesinado revolucionario de Los Santos, pero hegemonizado por la clase comerciante y terrateniente del istmo, el que levanta el orden anticolonial que suma el territorio panameño a la Gran Colombia, dentro del espíritu de la unidad bolivariana. Y así mismo será el interés general, tejido al calor de las incongruencias del centralismo bogotano autoritario y de la formación de la conciencia nacional, el nutriente que permitirá el nacimiento del Estado Republicano, en noviembre de 1903.
Esto último representa uno de los casos sui-géneris de la historia, en los que una situación revolucionaria encuentra un desenlace a favor del interés general por la vía reaccionaria y no por la revolucionaria. ¿Cómo explicar esto?… Si bien nuestra independencia se había convertido en una necesidad histórica y se hacía cada vez más patente como interés general, la derrota de los revolucionarios liberales en la “Guerra de Los Mil Días” hizo que la coyuntura revolucionaria independentista se realizara bajo una correlación que favoreció a la conjunción de fuerzas de comerciantes, casa-tenientes y terratenientes nacionales junto al creciente imperialismo representado por los EE.UU. De esta manera surgió sí, una nación, pero como protectorado norteamericano, con un Estado bicéfalo que solo lo resuelve la lucha del pueblo panameño bajo el liderazgo del Gral. O. Torrijos, 75 años después, y una constitución clásica, individualista y presidencialista ‒como la califica el Dr. Humberto Ricord‒, que plasma a lo largo de su articulado el interés oligárquico imperialista bajo la fórmula de una democracia liberal, que reproduce en su estatuto la mayor parte de las cláusulas contenidas en la Constitución colombiana de 1886.
Le tocó al Movimiento Popular Inquilinario de 1925 poner en entredicho por primera vez esta constitución. Para el momento, la actividad del canal había transformado en profundidad las ciudades de Panamá y Colón, y diversificado la actividad de la burguesía panameña. También una capa orgánica de pensamiento crítico emergió con vehemencia en el movimiento social hacia mediados de los años ´30, complicando el mosaico político y cultural nacional. Las corrientes nacionalistas toman buen viento en esa atmósfera y con el espectro del nacionalismo fascista europeo en boga, ganan fuerza los destacamentos que expresan a la incipiente burguesía modernista, los cuales logran acaparar el escenario político hacia finales de la década, dando cabida en los años siguientes a un constitucionalismo social, muy cercano a los conceptos de la Constitución Alemana de Weimar y la austriaca de 1920. Se produce así un nuevo orden (1941), que algunos constitucionalistas califican de “democracia social con autoritarismo presidencial”.
La derrota del fascismo y la aspiración democrática derivada de la guerra, a más de las políticas del “Estado de Bienestar” proclamadas por las potencias occidentales con la reconstrucción y llegadas al país, derrumban esta constitución y nace la Constitución del ´46, por vía de una “Convención Nacional Constituyente”. Ésta crea en sustancia una democracia social, singularizada sobre todo por las llamadas “Garantías Constitucionales” consignadas en seis capítulos, con amplios derechos sociales; pero consolida también la trama hegemónica oligárquica, mediante el rejuego de los partidos políticos de familias y la acción coercitiva de la fuerza pública (Guardia Nacional), que hace mancuerna con los clanes económicos para sostener el poder plutocrático.
El hecho es que el movimiento del ’47 contra las bases militares norteamericanas hace tambalear la institucionalidad creada, abriendo fisuras que serán parte innegable en la génesis de la crisis del ’49; y luego las luchas intestinas inter-oligárquicas se abren camino. Recordamos que el Tratado Remón‒Eisenhower amplía los mercados de la burguesía criolla, generando incluso una base industrial nacional, a la vez que aumenta la inversión corporativa internacional y se desarrolla el comercio importador-exportador.
Estas diatribas de grupos se trasladaron al escenario político; y el resultado fue una rápida degradación de la institucionalidad, que termina por elevarla a condición de crisis irreversible el movimiento del ´64, al llevar a categoría de interés general la liquidación de la colonia en la Zona del Canal y la integración del territorio nacional con una sola bandera, lo que no pudo resolver nunca el orden establecido de democracia oligárquica.
De esta crisis surge el Golpe de Estado militar de 1968; un hecho con similitudes al del nacimiento de la República, en el que se dirimió por la vía reaccionaria la situación revolucionaria de la independencia. ¿Por qué esto?…
Decimos que se da una situación revolucionaria cuando el proceso de decantación y enfrentamiento de fuerzas llega a un punto en el que “los de arriba” se quedan sin capacidades para gobernar, mientras que “los de abajo” no aceptan ya dejarse gobernar. Se alcanza así un impase, que necesita de un nuevo orden sistémico y por lo tanto, la intervención de un estamento capaz de tejer la síntesis de una nueva hegemonía. En el ´68 se dio la incongruencia en que la oligarquía, o sea los de arriba, no podían gobernar, pero los de abajo no tenían la fuerza para construir el nuevo consenso, por lo que tocó a la única fuerza organizada y cohesionada que había, la Guardia Nacional, resolver el nudo, con la particularidad social de ser representativa de capas medias activas en el escenario político del país. Y lo hicieron, por supuesto, como ellos solo lo sabían hacer, siendo alumnos todos de la Escuela de Las Américas: con el golpe duro y de contenido antidemocrático.
El orden torrijista anticolonial
Cuatro años se necesitaron para estabilizar el régimen; cuatro años de golpes y contragolpes, de violencias, depuraciones e incluso, de mesas de diálogo, que no expresaron más que el estado de descomposición social y política recibido de la patria enferma. Al final el parto se dio; se consiguió en efecto articular la correlación correspondiente a la nueva hegemonía, que no fue otra que la representativa del interés general levantado por el movimiento insurreccional de enero ´64. De otra manera no habría estabilidad, porque la tarea indiscutible que había madurado en la nación era la de la liberación del territorio colonial; y Torrijos la asumió con todas las dificultades del mapa contradictorio de la sociedad heredada, en el que convivían disímiles intereses buscando configurar correlaciones propias y aspiraciones divergentes entre la cuestión nacional y la cuestión social. Esto explica un poco ese calificativo que muchos hacen a su liderazgo, de “bonapartista”, pues la marcha del proceso lo hizo “fiel de balanza” del cuadro político.
De este consenso, que recoge el sentir popular en relación a la lucha nacional, pero también el sentir de la burguesía industrial nacionalista en relación a la lucha social, nace la Constitución del ´72, que está estructurada alrededor de la necesidad fundamental de enfrentar la guerra por la recuperación del Canal, lo cual implicaba conseguir la integración del país, la voluntad nacional y unitaria de lucha, el desarrollo del mercado interno, dominio del espacio territorial, la transformación de la fuerza pública, etc. Todo esto se refleja en el estatuto aprobado, muchas veces con elementos discordantes, pero manteniendo siempre la dominante de los aspectos estratégicos que deben permitir enfrentar la batalla. No obstante ‒vale aclararse‒, el referente fundamental de la pirámide de poder fue el castrense, por lo que germina como colofón una ambigua autocracia militar populista, de la que cuelgan singulares instituciones democráticas pluralistas, participativas…
Y bien; muchas críticas se le podrán hacer al documento y el Estado que organizó; pero también los resultados están hoy a la vista: tenemos el canal, un solo territorio y una sola bandera… O sea que en el trayecto el ordenamiento logró lo que Gramsci definió como cohesión orgánica de la nación, y anidó el bloque histórico de la lucha anticolonial.
Ganado el eslabón canalero, los ejes dictatoriales institucionalizados no tenían por supuesto más cabida; estaba claro que el triunfo marcaba nuevos intereses y abría espacios para desarrollar la democracia. Para nuestro pueblo se trataba en lo medular, de ganar ahora otra batalla: la del desarrollo, vía la revolución democrática (tal como la entendió en su hora Martí), profundizando y ampliando los gérmenes institucionales existentes de la soberanía popular. Para la burguesía se trataba de otra cosa: crear las condiciones políticas de apropiación de los nuevos activos que pasaban a la contabilidad nacional. Desde el punto de vista institucional, estas dos visiones, que encuentran una correlación equilibrada al momento de la firma de los Tratados Torrijos Carter, sobre todo por la ubicación progresista del Gral. Torrijos, se traslada a las reformas constitucionales de 1978; y el ejemplo más revelador del balance se observa en la estructura del Poder Legislativo, en el que coagula una coexistencia complicada entre la forma representativa tradicional de diputados y la del Poder Popular.
Torrijos se retira prácticamente de la administración del Estado, consciente del reto pendiente, o sea: dar solución a esta contradicción y más temprano que tarde. Justo caminando por ese periplo le llegó la muerte; y la descomposición de la correlación de fuerzas que le sigue despeja el camino al interés oligárquico, dominado a la fecha por la burguesía financiera usurera, todo lo cual permite al grupo avanzar hacia la construcción de un nuevo consenso. Es así como entran las reformas de 1983, que devuelve tributo a la partidocracia burocrática de antes del ´68 y elimina la Asamblea Nacional de Representantes de Corregimiento. Estas reformas, que algunos califican de verdadera obra constituyente, fue de tal envergadura en su connotación neocolonial, que la invasión norteamericana, que restituye los plenos poderes de la oligarquía no tuvo necesidad de cambiarla, más que en algunos pequeños acápites y capítulos. En los hechos demostró toda su incapacidad para resolver la crisis política de los años siguientes al ’83, que terminó en el “Golpe de Estado” militar norteamericano. En todo caso es la que tenemos vigente…
La crisis del orden institucional post-invasión
La invasión norteamericana del ’89 fue una derrota al movimiento de liberación nacional del país, por la vía militar. Concluyó en realidad, el proceso de construcción de una hegemonía oligárquica que se venía fraguando paulatinamente desde adentro y desde afuera del bloque histórico democrático de liberación nacional. Y sobre esta derrota fue montado el nuevo poder que aún hoy nos domina, independientemente de quienes hayan sido sus administradores.
¿Qué hacen los invasores?… En alianza con la oligarquía criolla modernizante, financiera y rentista, completan y profundizan el modelo de desarrollo neoliberal ‒que ya tenía raíces en el país‒, bajo la fórmula política institucional del bipartidismo excluyente, en tanto que mecanismo de gestión del Estado. Esto lo levantan mecánicamente sobre la plataforma constitucional heredada, considerada “potable”, pero que en los hechos es un esqueleto lleno de remiendos y “colaches” incongruentes, en los que han dejado sus huellas múltiples manos fragmentarias. La situación llevó rápidamente a una crisis institucional y sobre todo a la caducidad de la base jurídica nacional para enfrentar las nuevas aspiraciones del panameño, particularmente las derivadas de la reversión canalera. Es lo que trasmite el común del ciudadano y que escuchamos a diario al decir: “este Estado y sus leyes sirven solo a sus dueños; a nosotros no”… Vale agregar que el “martinelato” en este contexto, es efecto y no causa.
Surge así la necesidad de construir otro consenso, que alimente la formación de un nuevo bloque histórico, democrático revolucionario, capaz de llevar a su fin las tareas pendientes de la lucha nacional y del progreso social. O en otras palabras; es impostergable la síntesis de una nueva hegemonía (aplazada por la invasión), que recoja el interés del conjunto de las fuerzas que hoy son parte motora de la transformación progresista de la patria y que aspiran a esa democracia social legítima y soberana destinada a liberarnos del yugo neocolonial.
La AEN y la crisis del orden jurídico nacional
Es con este sentido que nos toca evaluar el papel de la Alianza Estratégica Nacional (AEN); una asociación integrada hoy por más de 90 organizaciones sociales representativas de trabajadores, campesinos, indígenas y capas medias de artesanos e intelectuales de la ciudad y el campo, que la hacen una fuerza instrumental legítima para la construcción de este nuevo consenso.
En esta dirección, ¿qué podríamos definir como “interés general”, para la construcción de una nueva hegemonía progresista nacional?… Me atrevería a responder que hay tres aspectos sustanciales y dominantes en las reivindicaciones del día a día de las organizaciones que nos integran y que subyacen como constantes en las motivaciones de la red extensa, diversa y solidaria que formamos: (a) la participación ciudadana en la gestión política, social, económica y cultural del Estado, es decir, ser ciudadanos protagónicos y no convidados de piedra en las decisiones del gobierno, lo que implica crear mecanismos legítimos para garantizar junto a la institucionalidad de la democracia representativa, otra, nueva, de democracia directa y un equilibrio balanceado entre las dos; (b) limpiar el país de las secuelas de la dependencia, o sea liberarnos de las estacas neocoloniales vigentes, en particular de los atribuciones intervencionistas del Tratado de Neutralidad Permanente, todo los cual significa integrarnos (y no, aislarnos) al concierto de naciones, con personalidad propia, bajo relaciones contractuales que aseguren el interés nacional en la esfera del interés global y; (c) un crecimiento con distribución social y territorial de la riqueza, y auténtica sostenibilidad ambiental.
El proceso constituyente, quiérase o no está en marcha con los altibajos, avances y retrocesos propios del choque de fuerzas que le es inherente; y habrán quienes ante lo imposible ‒porque no pueden detener la historia‒, tratarán de cosmetizar un cambio a su manera, para sostener privilegios insostenibles. Tenemos pues un gran desafío por delante, un reto con el cual no podemos jugar al avestruz, porque al cerrarse la madrugada seremos juzgados por ese pueblo que pretendemos representar. Sin dudas esto nos significará afrontar mil dificultades; porque además, cada paso debe asegurar la soberanía del pueblo. El hecho es que no hay cambio social en la historia que se haya dado sin la voluntad solidaria y el sacrificio. Bien lo manifestó en su momento Rousseau: “la libertad es un alimento suculento, pero de difícil digestión”…
Llegó la hora entonces de reinventarnos… Y hay que asumir el mandato con calidad política, conciencia patriótica y la mejor imaginación… Al respecto, la luz del maestro Simón Rodríguez ante la nueva América, sacudida ya del yugo colonial hispánico todavía ilumina:
“Originales ‒decía‒ han de ser sus instituciones y su gobierno. Originales sus medios de fundar uno y otro. ¡O inventamos o erramos!…