Cuando el desaparecido Omar Torrijos, jefe del proyecto político que sacó al país de la esfera oligárquica, recibió una invitación para reunirse y conciliar con encopetados personajes del Club Unión, simplemente los dejó esperando. En cambio, decidió ir a comunidades apartadas de la geografía nacional para sentarse al lado de campesinos y trazar juntos el futuro y el destino del país.
La anécdota es válida para entender cómo, a lo largo del tiempo, sucesivos gobernantes con visión estrecha corrieron tras las lisonjas de grupos económicos entreguistas, que los recibían con glamour, champagne y vajillas relucientes, para luego atraerlos a su redil y hacerlos socios de alianzas extrañas, en las que iban apareciendo los modelos onerosos y las solicitudes de viles privilegios.
El abandono progresivo del ideario torrijista condujo a claros desfases y a la entronización de vínculos malsanos entre el Estado y los modelos de factura neoliberal que ahondan la inequidad y la impunidad en un país estremecido por la corrupción. Ese malestar tiene expresión notoria en los recientes alzamientos de sectores y grupos contestatarios que han sido reprimidos con gran violencia.
La amenaza oficialista de castigar con plomo, gases y carcelazos no va a resolver los problemas sociales que carcomen a la sociedad panameña, donde las elites del capital financiero se han lanzado en forma descarnada a concretar el expolio y someter en todas las formas posibles al Estado para convertirlo en garante de negocios millonarios alejados del bienestar colectivo de la gente.
El esquema económico neoliberal impuesto por los “chicos de Chicago” no tiene futuro en un país donde la población se alzó para recuperar la soberanía conculcada y fue capaz de enfrentarse a la primera potencia del mundo para desmantelar el enclave colonialista de la Zona del Canal. Ese proceso de acumulación histórica no puede ser borrado por ningún decreto o mandato inconsulto.
La población panameña ha percibido que detrás del paquete de Reformas a la Constitución de 1972, varias veces emparchada, se ocultan intereses mezquinos de sectores que quieren darle la estocada final al patrimonio de la nación. Simplemente, necesitan un instrumento constitucional para dar rienda suelta a sus ansias de dominio y por ello incitan a la represión policial en las calles.
Ese lamentable escenario de confrontación sirve, sin embargo, para comprobar quiénes intentan rodear al gobierno de trampas y atraerlo a un punto de no retorno. El abandono de los mecanismos de consulta directa a las comunidades representa un mal augurio, una decisión oficial estúpida que tendrá un alto costo político para quienes se resisten a observar con luces largas el panorama.
La posibilidad de una crisis mayor está a la vuelta de la esquina, a falta de una fuerza política dirigente cohesionada, con capacidad de convocatoria y fundamentos ideológicos bien definidos. Para definir un verdadero proyecto de país, es necesario recuperar también la dignidad nacional y desplazar a quienes humillan la memoria de los mártires y se enriquecen con el sudor ajeno.