Sicariato revela ascenso de la criminalidad en Panamá

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Las recientes ejecuciones de personas en áreas públicas en Panamá, a plena luz del día, han sido planeadas y ejecutadas sobre la base de un pago adelantado a los asesinos. Ello revela una compleja red gansteril fraguada en abierto desafío a las instituciones y se traduce en una violencia criminal asociada con el narcotráfico y la lucha entre pandillas, ante una población inerme que exige seguridad y castigo ejemplar para aquellos que amenazan al Estado.

Desde la perspectiva pública, un sicario es una persona que mata a alguien por encargo de otro, por lo que recibe un pago, generalmente en dinero u otros bienes. En el pasado, ese delincuente era llamado a secas asesino a sueldo o pistolero. De hecho, en la antigua Roma, sicario significaba el “hombre-daga”, quien solía portar un puñal oculto para matar a su enemigo. Hoy, esa actividad es más audaz y sofisticada, y responde a organizaciones que manejan una agenda propia y buscan silenciar con balas a todos sus oponentes.

La droga y su comercialización han asentado esa modalidad de crimen y sus tarifas en Panamá, donde el registro de desaparecidos crece cada año. La desnacionalización de la economía, las migraciones masivas sin control y el tráfico ilegal de armas han contribuido a crear un caldo de cultivo para que el crimen organizado eche mano al servicio de los sicarios, por lo general personas de temperamento frío y sin escrúpulos para asesinar.

El sicariato responde a acciones de “ajuste de cuentas” sociales, políticas, económicas o judiciales ejecutadas por el crimen organizado contra rivales. En esa operación, son usadas armas de fuego, motocicletas y espacios públicos. Los “ajustes de cuentas” pueden tener origen, además, en triángulos amorosos, disputas de tierras, repartos económicos e intimidaciones legales. En cualquiera de sus formas, es una seria amenaza y debe ser perseguido.

La pérdida de la institucionalidad, la corrupción y el descalabro moral en las cúpulas de los partidos políticos ofrecen un ambiente propicio para invitar a los sicarios a dirimir las diferencias de clases de grupos ansiosos de asirse al poder, sin que importe el costo de alcanzar ese objetivo hacia la hegemonía. Por otro lado, hay una población desprotegida y frustrada, que identifica la influencia de las pandillas en los barrios y la incapacidad policial para combatir y prevenir en forma eficiente delitos contra la integridad humana.

Jóvenes expulsados del sistema educativo ven en el sicariato un estilo de vida en un país que ha tocado fondo a causa del fraude, la venalidad y la corrupción. Esa realidad es devastadora y corresponde a los panameños decidir si sacan o no a Panamá del crimen y la droga que atentan contra la seguridad y la democracia. Abrir las puertas al delito rentado es lo mismo que inmolarse. Quedarse inmóvil ante el crimen es peor y aceptarlo es injustificable.

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