Morosidad del Estado con los ciudadanos se incrementa

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En un país cuya economía está fundamentada en los servicio, es frecuente que los medios se refieran a la deuda interna y externa, a la emisión de bonos en el exterior, o al déficit fiscal, pero en ese enfoque suele omitirse el incumplimiento oficial con las necesidades y aspiraciones de ciudadanos sumidos en la frustración y el engaño.

Ese tipo de morosidad es cada vez más ekevada, A ello ha contribuido el desvío de partidas circuitales, la baja ejecución presupuestaria anual de las instituciones públicas, los sobrecostos y sobreprecios en las obras de ingeniería, la dilapidación de recursos y el inoperante mecanismo de transparencia que blindaría al sistema contra actos de corrupción y abusos en el ejercicio del poder.

Los escándalos de corrupción abarcan a varias administraciones presidenciales y revelan la falta de contenido en  los programas de campaña electoral para la penalización de los delitos de alto perfil. Los peculados, el expolio de bienes patrimoniales y el usufructo indebido de fondos destinados a obras de interés social, configuran un ambiente de inequidad en perjuicio de las mayorías

Un panorama desalentador aflora en un ambiente sórdido, en el que los ricos se vuelven cada vez más ricos, y los pobres se empobrecen ante el aumento del costo de la vida y la manipulación infame de los precios en la cadena agroalimentaria. Víctimas de esa realidad son los consumidores y productores pequeños y medianos, quienes han sido relegados por los oligopolios y grupos usureros.

La principal deuda del gobierno panameño con los ciudadanos, es la falta de equidad, que se refleja en la intermediación y un transporte en poder de elites que actúan con mentalidad mafiosa. Tampoco hay equidad en el sistema de Justicia, que retiene en la cárcel a jóvenes en conflicto con la ley, a quienes el Estado ha sido incapaz de dar una opción distinta a la violencia callejera y al crimen organizado.

En segundo lugar, persiste la nociva pérdida de identidad y orgullo nacional que atesoraron otras generaciones defensoras de la soberanía y el interés colectivo. Hoy, hay una generación atrapada en la violencia, las drogas y en el desarraigo en barrios populosos con altos niveles de hostilidad. Allí, es casi inaudible el  mensaje preventivo, porque la gente ha aprendido a hablar el lenguaje de las armas y a reconocer el código de silencio impuesto por las pandillas.

La deuda del Estado con los ciudadanos es, realidad, una larga lista de incumplimientos y no es casual que falte información fidedigna sobre las omisiones y el mal manejo en la gestión pública. Los fracasos en las políticas de Educación, Salud y Seguridad son evidentes para una población que vive el efecto del latrocinio sobre los recursos que debieran estar orientados al desarrollo y no al derroche, la vanidad y la fastuosidad gubernamental.

Los principales acreedores del Estado no suelen perdonar las deudas. Pero los ciudadanos, hartos de los excesos y la rapacidad de la clase gobernante, tampoco lo hará. El tiempo de gracia que conceden los electores en cada mandato presidencial ha llegado a su fin, y no habrá tregua ante los desplantes de una mafiocracia empeñada en echar mano a los bienes canaleros para sellar la política de despojo, mientras que el pueblo exige cambiar el rumbo del país.

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