Detectaron por segunda vez ondas gravitacionales. ¿Qué son?

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Infografía sobre las ondas gravitacionales.

Detectaron por segunda vez ondas gravitacionales. ¿Qué son?

  • En febrero de 2015, científicos anunciaron la comprobación de la existencia de las ondas gravitacionales de las que habló Einstein hace 100 años. Haberlas percibido permite entender el universo de una forma diferente. El astrofísico Juan Diego Soler explica qué son.

Por Juan Diego Soler
Físico de Los Andes, doctor en Astrofísica de la Universidad de Toronto (Canadá)
Investigador del Servicio de Astrofísica del CEA en Francia.

Hace mil trescientos millones de años, cuando la corteza sólida de la Tierra apenas se estaba formando, dos agujeros negros giraban como dos patinadores que se mueven en direcciones contrarias en una pista de hielo y se toman de la mano. La distancia que los separaba disminuía progresivamente, haciéndolos girar cada vez más rápido, alcanzando casi la mitad de la velocidad de la luz, y finalmente uniéndose para formar un agujero negro aún mayor, con una masa cercana a 62 veces la de nuestro Sol.

Al acercarse y fusionarse, estos dos objetos liberaron en apenas una fracción de segundo una cantidad de energía mayor a la producida por todas las estrellas y esa energía se difundió por el universo como una perturbación en el tejido del espacio y el tiempo.

El 14 de septiembre del 2015, esa perturbación llegó a nuestro planeta y todo cuanto está a nuestro alrededor, incluyendo todas las moléculas y átomos que forman nuestros cuerpos, se contrajo y se expandió.

Los cambios producidos por esta perturbación, apenas comparables a fracciones del tamaño de un protón, habrían pasado inadvertidos, de no haber sido por un par de instrumentos ubicados en dos extremos de Norteamérica.

En los dos laboratorios que forman LIGO (siglas del Laser Interferometer Gravitational-Wave Observatory, uno de los instrumentos de medición más precisos construido por los humanos) dos haces de luz en dos túneles perpendiculares de cuatro kilómetros de longitud registran los cambios en una dirección preferencial del espacio.

Por más de 13 años, los instrumentos no habían registrado nada significativo, pero esa noche Marco Drago, un investigador postdoctoral italiano de 32 años que monitoreaba el experimento desde su escritorio en el Instituto Albert Einstein en Hannover (Alemania), se convirtió en el primer ser humano en observar la señal directa de esas perturbaciones del espacio-tiempo predichas por Albert Einstein hace un siglo.

El aviso de Drago a sus colaboradores fue el inicio de cinco meses de arduos análisis para determinar si esta señal no era un producto del azar o de una falla en el experimento. El pasado 11 de febrero, los científicos de LIGO anunciaron que esa señal concordaba, con una probabilidad de error de uno en un millón, con la señal producida por la fusión de dos agujeros negros en algún lugar del firmamento cercano a la gran nube de Magallanes.

Era la culminación de más de dos décadas de esfuerzo experimental, el resultado de una inversión de más de 600 millones de dólares y más de una década de minuciosas observaciones que hicieron posible el registro de un pulso de apenas 7 milésimas de segundo de duración que cambia nuestra percepción del universo.

La noticia se regó por las redes sociales, desplazó a los temas políticos en los medios de comunicación masivos y en apenas unas horas las ondas gravitacionales se convirtieron en un tema de conversación que no espantaba a la gente por fuera de una clase de física. Fue como el descubrimiento de un enorme iceberg en el horizonte, amenazante pero imposible de ignorar. Y como en un iceberg, la esencia del descubrimiento permaneció escondida, disuelta en la urgencia de la noticia.

Por eso, antes de hablar del origen de las ondas gravitacionales, de la relatividad o de Albert Einstein, vale la pena recordar que en gran medida, los humanos vivimos en un mundo en donde el tiempo y el espacio son referencias fijas. Planificamos nuestras actividades diarias en intervalos (segundos, minutos o días) que no cambian de un momento a otro y son en apariencia los mismos para todos los miembros funcionales de la sociedad. Nos ubicamos en el espacio usando puntos de referencia cuya posición no cambia abruptamente ni depende de quien la mida. Es como si viviéramos en una hoja de papel cuadriculado, donde nuestra ubicación está determinada por las líneas y el tiempo se mide por un reloj universal con el cual todos estamos sincronizados, independientemente de lo que suceda en la hoja. Esa es la forma en la que (en apariencia) funciona la sociedad, esa es la forma en que se entendían las leyes de la física antes del siglo XX, pero esa no es necesariamente la forma en que funciona la naturaleza.

Durante el último siglo, hemos aprendido que en la naturaleza, el tiempo y el espacio (combinados en una cantidad inseparable llamada espacio-tiempo) no son independientes de los fenómenos que observamos.

Para dos personas que se encuentran en una esquina, la diferencia producida por su propia ubicación en el universo no es perceptible y por eso la ignoramos. Sin embargo, cuando se trata de medir el tiempo en dos lugares tan distintos como la órbita de un satélite de telecomunicaciones y la posición de una persona con un teléfono móvil, es imposible ignorar el efecto que tiene la forma en que funciona el espacio-tiempo, aunque sea extraña para los humanos.

Albert Einstein es célebre, entre otros descubrimientos, por formular las leyes que describen de forma más acertada la manera en que se comporta el espacio-tiempo. Lejos de ser los puntos de referencia que antes creíamos fijos, el espacio-tiempo no solamente “contiene” lo que existe en el universo, sino que cambia por efecto de la energía y la cantidad de movimiento de la radiación y la materia. El éxito de Einstein fue imaginar el universo en esta forma, original y diferente a la que era aceptada, y sustentarla con posibles observaciones. Afirmaciones extraordinarias requieren evidencia extraordinaria.

En 1919, sir Arthur Eddington y sus colaboradores midieron la desviación de la luz de las estrellas por efecto de la gravedad del Sol y estaba de acuerdo con las predicciones de Einstein. En 1959, Robert Pound y su estudiante de doctorado Glen A. Rebka Jr. midieron el cambio en la frecuencia de la luz por efecto de la gravedad de la Tierra. En 1971, Joseph Hafele y Richard Keating usaron cuatro relojes de cesio (los relojes más precisos construidos por el hombre) para medir el tiempo en una serie de vuelos en aviones convencionales y compararlo con las mediciones de relojes idénticos en el Observatorio Naval de Estados Unidos.

Luego de volar alrededor del mundo dos veces, identificaron diferencias de fracciones de milésimas de segundos en las mediciones, ciertamente muy pequeñas para seguirlas con un reloj digital corriente, pero considerables para un reloj de cesio.

Una parte de las diferencias en los tiempos es producida por la diferencia de velocidades de los relojes en el avión y en el observatorio. Otra parte es producida por la diferencia entre la gravedad en la altura de vuelo del avión y en la superficie de la Tierra. El total estaba de acuerdo con las predicciones de Einstein. Pero una de las más exóticas predicciones de la relatividad general, la existencia de un fenómeno ondulatorio que altera el espacio-tiempo, parecía estar más allá del alcance de nuestros experimentos.

Hasta que un día, en 1974, los astrónomos Russell A. Hulse y Joseph H. Taylor, Jr. descubrieron un pulso en ondas de radio en las mediciones que hacían con el observatorio de Arecibo en Puerto Rico.

Al principio, identificaron la señal como un púlsar, una estrella muy densa compuesta enteramente de neutrones y que resulta de la explosión de una estrella más masiva que nuestro Sol. Luego, el comportamiento del pulso indicó la presencia de no solo una sino de dos estrellas de neutrones. En los meses que siguieron, se observó que el período de las pulsaciones se estaba reduciendo lentamente. Considerando la masa de las dos estrellas, la tasa de reducción del periodo estaba de acuerdo con la cantidad de energía que ese sistema emitiría en forma de ondas gravitacionales, de acuerdo con las predicciones de Einstein. Esa fue la primera prueba indirecta del comportamiento predicho por Einstein. Les valió a Taylor y Hulse el premio Nobel de Física en 1993 y en parte justificaron el esfuerzo que permitió la construcción de LIGO.

El hallazgo de LIGO es crucial, no sólo porque demuestra la existencia de ondas gravitacionales, como ya lo habían hecho Taylor y Hulse, sino porque prueba nuestra habilidad de medirlas directamente, ya no solamente para aprender sobre este par de agujeros negros sino para revelar los fenómenos que hasta ahora habían escapado a nuestra detección directa.

Hace 400 años, cuando Galileo Galilei apuntó un telescopio hacia el cielo por primera vez, se inició una era en la que utilizamos la radiación electromagnética, la luz en todas sus formas, desde los rayos gamma hasta las ondas de radio, para entender el universo. Ahora, las observaciones de LIGO no son menos que el inicio de otra era en la que contamos con una nueva herramienta para entender el universo.

Vivimos en épocas de increíbles descubrimientos y hazañas científicas: el descubrimiento del bosón de Higgs, el sobrevuelo a Plutón, la llegada de una sonda al cometa. Pero todos ellos parecen menores ante las implicaciones que puede tener la detección de LIGO en nuestra comprensión de la física fundamental.

Llevamos 150 años aprendiendo del universo y forjando nuestra sociedad, usando las ondas electromagnéticas. Solamente la imaginación pone límites al mundo que podríamos concebir si logramos algo similar con las ondas que cambian la estructura misma del espacio-tiempo.

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