Frankenstein, 1816: el año que nació un monstruo

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El médico escocés Andrew Ure hace un experimento de excitación nerviosa sobre un cadáver en 1818, año de edición de Frankenstein. (Foto: Science Photo Library / Age fotostock).

En un frío verano suizo, Lord Byron propuso a sus amigos un concurso literario del que salió una de las más turbadoras novelas de la literatura europea: Frankenstein, de Mary Shelley.

Revista National Geographic

El año 1816 ha pasado a la historia como el “año sin verano”. La erupción del volcán Tambora en Sumbawa (Indonesia), el 10 de abril de 1815, liberó toneladas de polvo de azufre que se extendió por todo el planeta, provocando un duradero enfriamiento que alteró el ciclo agrícola y llegó a producir hambrunas. Estos efectos se hicieron sentir incluso en Suiza. Allí, en Coligny, cerca del lago Lemán, en una elegante mansión llamada Villa Diodati, se habían instalado aquel verano un grupo de amigos llegado de Inglaterra: el poeta Percy B. Shelley; su entonces amante, Mary Godwin; el célebre escritor Lord Byron; su médico y secretario personal John Polidori, y Claire Clairmont, la hermanastra de Mary.

Como buenos románticos, los residentes en Villa Diodati amaban la Naturaleza, estaban fascinados por los avances de la ciencia y adoraban las historias de terror gótico. A causa de la climatología se vieron obligados a quedarse largo tiempo encerrados en casa y se aficionaron a pasar las veladas leyendo relatos de terror. “La lluvia incesante nos confinaba en la casa. Unos volúmenes de historias de fantasmas cayeron en nuestras manos […] Están tan frescos en mi mente como si los hubiera leído ayer”, recordaría Mary años más tarde.

También comentaban los avances de una ciencia que, por entonces, aún tenía un cierto tinte mágico. Les fascinaban en particular los experimentos científicos ligados a la electricidad, como los de Luigi Galvani, consistentes en mover las patas de una rana mediante una descarga eléctrica, así como las especulaciones de Erasmus Darwin sobre la posibilidad de devolver la vida a la materia muerta gracias a los impulsos eléctricos.

De esta forma, entre historias de fantasmas, experimentos y lecturas, el encierro fructificó generosamente el día que Lord Byron propuso que cada miembro del grupo escribiera una historia de terror. Así se hizo, y el resultado fueron dos obras maestras de la literatura fantástica: El vampiro, de John Polidori –la historia de un seductor aristócrata que deja sin sangre a todas las mujeres que caen en sus redes, antecedente del Drácula de Bram Stoker (1897)–, y Frankenstein, de Mary Shelley.

La hija del filósofo

Por entonces, Mary Shelley aún era Mary Godwin. Nacida en Londres 19 años antes, desde niña asistió a las tertulias literarias y filosóficas que su padre, el pensador William Godwin, celebraba en su casa y que atraían a las plumas y las mentes más innovadoras de su tiempo. Allí fue donde, en 1814, conoció al poeta Percy B. Shelley, por entonces casado y padre de dos hijos. Ambos se enamoraron (fue ella quien se declaró primero), pero desde el primer momento, Godwin se opuso a la relación por lo que, decididos a unir sus vidas, la pareja huyó a Francia dos meses después de su primer encuentro en compañía de Claire, hija de la madrastra de Mary. Poco después recalaron en Suiza donde estrecharon sus lazos con Byron, quien acabó por convertir a Claire en su amante.

Cuando Byron lanzó su singular desafío, Mary aún no había velado armas en la literatura. Cabe suponer que la posibilidad de enfrentarse al papel en blanco la amedrentara, dado su carácter extremadamente sensible y una cierta inestabilidad emocional que la llevaba a sufrir frecuentes depresiones y a cuestionarse de continuo la relación entre la vida y la muerte. Tal vez por eso, el inconsciente –ayudado por el láudano, un opiáceo de moda en la época, que consumía para combatir el insomnio– acudió en su ayuda. Según relató años después, una noche tuvo un sueño terrorífico: creyó ver a un “pálido estudiante de artes impías, de rodillas junto al objeto que había armado. Vi al horrible fantasma de un hombre extendido y que luego, tras la obra de algún motor poderoso, éste cobraba vida, y se ponía de pie con un movimiento tenso y poco natural”1. Había nacido el monstruo del doctor Frankenstein.

Mary tradujo su pesadilla en un relato corto sobre un científico que creaba un ser monstruoso. De regreso a Gran Bretaña, Mary convirtió su primer relato en una novela que se publicó en 1818 bajo el título Frankenstein o el moderno Prometeo, sin que apareciera el nombre de la autora. Contó para ello con la ayuda de Shelley, con quien había contraído matrimonio tras el suicidio de su primera esposa; la propia Mary escribiría más tarde: “Mi esposo siempre me incitó a escribir mi propia página en el libro de la fama y a obtener reputación en el ámbito literario”. En 1831, reescribió la historia por completo hasta conseguir la versión definitiva que ha llegado hasta nuestros días.

El doctor y su criatura

La novela cuenta la historia de un científico suizo, el doctor Víctor Frankenstein, que tras asistir a las lecciones de un profesor de la Universidad de Ingolstadt, en Baviera, que expone los últimos avances de la ciencia, decide que él irá todavía más lejos. “Abriré un nuevo camino, exploraré poderes desconocidos y desvelaré al mundo los misterios más profundos de la creación». Frankenstein se pone a estudiar febrilmente la anatomía animal y los procesos de generación y corrupción, hasta que un día recibe una iluminación que lo hace descubrir “la causa de la generación y la vida” y lo convence de que era “capaz de infundir vida sobre un cuerpo inanimado”.

Durante casi dos años, Frankenstein realiza misteriosos experimentos en una buhardilla que usa como laboratorio. Con distintas partes de cadáveres que recoge en las salas de disección y de animales que encuentra en mataderos forma un cuerpo humano de gran envergadura (2,40 metros de altura). Usando seguramente una pila como la inventada por Alessandro Volta hacia 1800, le aplica impulsos eléctricos para intentar darle vida. Finalmente, una lluviosa noche de noviembre, a la tenue luz de una candela, Frankenstein ve como su monstruo abre un ojo y empieza a respirar. Se marcha horrorizado y cuando vuelve la Criatura –tal es el nombre que da a su creación– ha desaparecido. A partir de aquí se desarrolla una intriga novelesca en la que el nuevo ser experimenta la soledad y la hostilidad de los hombres, mata sin querer a un niño y desafía a su creador.

En las tres versiones de la historia subyace la perpetua desazón de su autora por entender la estrecha relación entre vida y muerte. El fallecimiento de dos de sus hijos, por infecciones contraídas durante un largo viaje a Italia, y el del propio Percy B. Shelley en un naufragio, en 1822, no hizo sino acentuar su morbosa obsesión. Al mismo tiempo, en la obra cabe ver el reflejo de las preocupaciones científicas de su época, como la legitimidad de la investigación que contravenía la moral tradicional y la capacidad del ser humano de crear y destruir la vida.

Consagrada a la literatura, al cuidado de su único hijo vivo, Percy Florence, y al recuerdo de Shelley, Mary se negó sistemáticamente a contraer nuevo matrimonio alegando que tras haberse casado con un genio, sólo podría casarse con otro. De regreso a Londres tras un viaje por el continente, comenzó a sufrir los primeros síntomas de la enfermedad, un tumor cerebral, que acabaría por llevarla a la tumba el 1 de febrero de 1851. Tras su fallecimiento, cuando sus allegados revisaron sus pertenencias encontraron, envuelto en seda y junto con el poema de Percy B. Shelley Adonais, el corazón del que había sido su esposo y mentor. Tal vez lo conservó en espera de que, algún día, un Victor Frankenstein de carne y hueso le devolviera su latido.

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